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Paz escolar sin orientación

Decimos que queremos paz desde la escuela. Pero no tomamos en serio lo necesario para conquistarla.

Óscar Sánchez
Hace setenta años se empezó a plantear la necesidad de tener sicólogos en los colegios públicos. Y se comenzaron a nombrar. En 1974 se estableció la obligación nacional de contar con una docente psicoorientadora por cada 250 estudiantes (y uso el femenino como genérico, porque la planta de personal en este cargo está conformada por mujeres en más de un 90 por ciento). Normas no han faltado. Hay más de una veintena de leyes, ordenanzas, acuerdos y resoluciones relacionados con el tema. En 2013 se expidió la ley de convivencia escolar, que abunda en obligaciones y comités, y este año se expidió por decreto oficial hasta el día del orientador. Lo que no hay son orientadores suficientes, menos en las zonas apartadas, y aún menos, equipos de orientación escolar.
Pongo un ejemplo. El sur de Córdoba es un territorio desconcertante: los valles más fértiles del país, parques naturales, ríos y represas, riquezas mineras, diversidad étnica… y mucha violencia y pobreza. Allá queda una de las zonas de concentración de las Farc y el famoso Santa Fe de Ralito. Tierralta, el municipio más grande de la región, tiene entre sus 100.000 habitantes una enorme proporción de víctimas del conflicto armado. En un solo hecho, hace pocos meses, 211 familias indígenas con más de 400 niños fueron desplazados y llegaron al pueblo; y ese es el pan de cada día. ¿Cuántos niños necesitados de atención psicosocial habrá entre los estudiantes de esta población? Miles.
En una conversación sobre las realidades traumáticas de la infancia en la comunidad de Tierralta me contaron cosas alarmantes y me enteré una vez más del heroísmo de esos maestros que luchan porque los chicos apuesten por salidas pacíficas a sus dolores. Y cuando les pregunté en uno de los colegios, que tiene más de 1.400 estudiantes, cuántos orientadores trabajan allí, ¿saben qué me contestaron? Ninguno. No hay. Nunca ha habido. Pero, cómo así, si el Gobierno dijo hace poco que para cumplir con la norma de 1974, la de 1994 y la de 2013, los colegios podrían tener orientadores aun con menos de 800 estudiantes, que era un parámetro técnico (bastante antitécnico), impuesto nadie sabe por quién. Bienvenido a nuestra realidad —me respondieron—, la Secretaría departamental no ha creado los cargos.

¿Cuántos niños necesitados de atención psicosocial habrá entre los estudiantes de esta población? Miles.

Y en muchas zonas la cosa es apenas un poco mejor. En el sur del Tolima, otra región afectada por el conflicto armado, la violencia en las familias, una pobre educación sexual y el consumo de drogas a edades tempranas, casi todos los orientadores se concentran en la cabecera de Chaparral, la capital de la provincia. Y aunque han llegado un par más desde 2013, los directivos docentes reconocen que no dan abasto en la zona urbana; y en las sedes rurales (unas 500 solo en cuatro municipios) no se cuenta con ese recurso.
Luego están las ciudades, en las que normalmente los profesionales a cargo de la orientación tienen un trabajo imposible. Enormes responsabilidades, un contexto dramático y escasas oportunidades de trabajar coordinadamente con sus colegas docentes o los padres de familia.
La estrategia RIO (Respuesta Integral de Orientación) de los colegios púbicos de Bogotá logró aumentar la efectividad de la orientación con un enfoque pedagógico y preventivo, incrementando el número de profesionales en los colegios, capacitándolos de verdad y apoyándolos con sistemas de información y unidades móviles interdisciplinarias para atender situaciones críticas.

En el país hacemos leyes, decretos y protocolos sin presupuesto, para que la mínima atención que miles de chicos  necesitan como el agua se quede en formalismos.

Así se logró un buen registro de los casos y aumentar la coordinación con el ICBF, el sistema de salud y otras entidades a cargo de la acción terapéutica requerida. Pero aun ese esfuerzo extraordinario del sector oficial no alcanzó para lograr equipos junto con las familias. Esto es común en algunos colegios populares, como los de Fe y Alegría, una organización que lucha por vincular a la escuela con la comunidad.
Y en los colegios de clase media, en cada ciclo del desarrollo un equipo se hace cargo del apoyo a los chicos y sus familias cuando hay algún aspecto problemático. Cuando los directivos y todos los maestros trabajan en la labor de orientación, guiados por el experto que coordina esa dimensión de la formación de los chicos, suceden procesos de transformación muy potentes.
En general, en el país hacemos leyes, decretos y protocolos sin presupuesto, para que la mínima atención que miles de chicos llenos de ansiedades necesitan como el agua se quede en formalismos. Queremos la paz. Decimos que la queremos desde la escuela. Pero no nos tomamos en serio cosas tan básicas para conquistarla como tener en los colegios quien comprenda las necesidades psicosociales de los estudiantes y sus familias, y dejamos especialmente solos a los que más lo necesitan. Algo no encaja.
ÓSCAR SÁNCHEZ
* Coordinador nacional de Educapaz
Óscar Sánchez
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