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Revoluciones en educación

La evaluación en educación está en pañales, ni siquiera hay acuerdo sobre qué se debe valorar.

En su columna reciente, ‘Una lección de paleontología’, Francisco Cajiao llama la atención sobre la necesidad de introducir cambios importantes en nuestro sistema educativo. Generalmente estoy de acuerdo con su visión sobre la educación, y creo que el tema que propone (reiteradamente en sus columnas, escritos e intervenciones) merece la mayor atención de la sociedad colombiana.
Cajiao hace algunas afirmaciones cuya principal virtud es abrir provocativamente la discusión e insistir en la necesidad del cambio. Sin embargo, no creo que él pretenda que alguien las acepte de manera literal y acrítica. En una de esas observaciones compara la forma como nosotros reformamos (a retazos, según su descripción) con la manera radical como lo hicieron hace poco los finlandeses, que son famosos por los resultados de su educación. Ellos retiraron todos los controles del Estado sobre escuelas y maestros, y les otorgaron plena autonomía. Eliminaron (lo entiendo así) la educación por asignaturas para adoptar una integral alrededor de temas generales y problemas.
Hay varias dificultades con la comparación. Una no menor es que Finlandia lleva mucho tiempo construyendo una comunidad de maestros insuperable. A ella confluyen los mejores estudiantes. Gozan de gran estima social, y sus salarios son los más altos en el Estado. Además, reciben una educación de posgrado de altísima calidad basada en la investigación científica y la profundidad del conocimiento disciplinar. Así, el cambio no es tan radical como lo describe Francisco, sino el resultado de lo que vienen preparando desde hace al menos medio siglo.

Después de refutadas, (las teorías científicas) necesariamente dejan de ser usadas. No sucede así con las teorías de la educación.

La verdad es que son muy pocas las revoluciones educativas radicales que se han impuesto. Los cambios han sido generalmente graduales, y todo el tiempo, también hoy, coexisten distintas teorías educativas, algunas, incluso, contradictorias entre sí. Esas teorías no son ortodoxias puras, más bien híbridos conceptuales que se adaptan a las diversas circunstancias sociales.
Hay un caso que a mí me impresionó, y me convenció del peligro que hay en imponerles teorías hermosas a las realidades que no lo son tanto. Una de las mayores preocupaciones del gran filósofo Bertrand Russell fue la educación. En un momento de su vida, con hijos pequeños, decidió dejar su cátedra en Cambridge, vender su casa y comprar una nueva donde construyó, con su esposa Dora, el colegio Beacon Hill para educar a sus hijos y a los de sus amigos en su visión, que era liberal, atea, libertaria y progresista.
Años después, Katherine Tait-Russell, su hija, relató en su autobiografía cómo se volvió misionera cristiana en Uganda, y describió los años de su educación en Beacon Hill como los peores de su vida. Al menos en este caso, las teorías de Russell no dieron el resultado que él había esperado.
Quienes trabajamos en ciencias naturales tenemos la inmensa ventaja de que nuestras teorías son refutables al ser contrastadas con hechos y experimentos, y que después de refutadas necesariamente dejan de ser usadas. No sucede así con las teorías de la educación, que se sustentan en la reflexión pero son difíciles de validar porque todas son irrefutables.
La evaluación en educación está en pañales, ni siquiera hay acuerdo sobre qué se debe valorar para definir su éxito. Resultados (buenos o malos) pueden surgir años después de la observación inicial, y los objetos de la experimentación no están en tubos de ensayo, son niños de verdad. De ahí mi cautela y mi preferencia por cambios pequeños y modulares, dirigidos a la solución de problemas específicos. Al final del camino, muy al final, es de esperar que se sumen para dar un cambio radical (cuando pocos recuerden cómo era antes).
MOISÉS WASSERMAN
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