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¿Por dónde romper el círculo vicioso?

Los odios y los rencores han sido llevados a extremos que, al menos hoy, no parecen reversibles.

Las últimas encuestas reportan un aumento en el optimismo de la gente. Yo, que me mantuve optimista cuando el país era pesimista, tengo hoy más dudas y siento más temor por nuestro futuro inmediato. Me parece que uno de los problemas más graves que tenemos es la desconfianza en la justicia. Desconfianza que, aunque se justifique con ejemplos, constituye por sí misma un mal mayor, porque da una especie de licencia a la gente para actuar de cualquier forma. Algunos, los peores, simplemente dejan de hacerle caso a la ley y tratan de enriquecerse como sea, confiando en que van a estar dentro de ese universo de impunidad que describen las noticias.
Otros utilizan esa desconfianza para erigirse en jueces de los demás. Así, quien quiera, mientras se toma un café, se puede dedicar a condenar a quien le parezca que debe condenar. ¡Cuáles principios básicos del derecho si ya demostraron que no sirven! Eso de que nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario, que quien acusa debe demostrar con evidencias, que las obligaciones no se presumen, en fin, toda esa inútil cháchara que ha desarrollado la humanidad durante siglos, no tiene ninguna importancia porque “yo sí sé cómo son las cosas, a mí no me engañan con cuentos”.
A ese ambiente de desmoralización, debo decirlo, han contribuido algunos periodistas y políticos que en forma irresponsable actúan al mismo tiempo de fiscales, testigos, jueces y hasta verdugos. Una cosa es denunciar y destapar responsablemente hechos para que la justicia defina si son delitos; otra, pretender reemplazarla usando indicios de los que sacan conclusiones exorbitantes.
Esa actitud irresponsable, que presumiblemente se deriva de la falta de la credibilidad general en la justicia, nos mantiene en un círculo vicioso en el que con cada vuelta que da, la desconfianza aumenta. Problemas tan terribles como los asesinatos de líderes sociales (y de no líderes también) se abordan sin tratar de entenderlos verdaderamente, como si estuvieran todos en una bolsa amorfa de la cual cada quien extrae los casos que le convienen para demostrar sus supuestos. Sin una justicia confiable que indague en las causas, conozca todos los grupos involucrados y castigue a los culpables, se mantendrá una indefinición que redundará en más violencia.

Sin una justicia confiable que indague en las causas, conozca todos los grupos involucrados y castigue a los culpables, se mantendrá una indefinición que redundará en más violencia.

En su libro 'La sociedad decente', el filósofo Avishai Margalit distingue entre sociedad civilizada, que es aquella cuyos miembros no se humillan los unos a los otros, y sociedad decente, en la cual las instituciones no humillan a las personas. ¿Por cuál comenzamos para romper ese círculo vicioso en el que, por no creerles a las instituciones, humillamos a las personas, y porque las personas son humilladas dejamos de creer en las instituciones?
La sociedad civilizada se podría lograr si hiciéramos un pacto ciudadano para no humillarnos mutuamente. Hay naciones que lo han hecho, a veces después de grandes guerras y crisis. Pero sería muy ingenuo decir que eso es factible hoy. Los odios y los rencores han sido llevados a extremos que, al menos en las actuales circunstancias, no parecen reversibles.
El cambio en la institucionalidad debería lograrse con la tan esperada reforma de la justicia. En ella, sin duda, será necesario disminuir radicalmente la impunidad, los tiempos que duran los procesos, los atrasos y todo aquello que depende de la mecánica jurídica. Pero, aunque necesario, no va a ser suficiente. Ojalá que nuestros gobernantes, legisladores y juristas tengan la visión y la fortaleza para producir un giro radical y una depuración, que recuperen la credibilidad en los jueces y nos quiten a los demás ciudadanos la autoasumida facultad de juzgar, condenar y humillar a los otros.
MOISÉS WASSERMAN
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