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Huérfanos por decreto

El panorama electoral fue alterado por el asunto de los 2.300 niños separados de sus padres.

Cuando empezó la campaña que culminará en noviembre próximo con la elección de Congreso en Estados Unidos, ningún aspirante republicano debió imaginar que entre los temas que amenazarían su elección estaría la reclusión forzosa de miles de niños extranjeros en territorio estadounidense.
Las cuestiones centrales de la campaña eran la salud, los impuestos y el empleo, aun por encima del porte de armas y otros que han generado debate en los últimos tiempos. La inmigración no figuraba en la lista de prioridades de este año, ni mucho menos entre los asuntos que podrían determinar la suerte de los candidatos al Congreso, especialmente en los estados donde hay una alta población de inmigrantes, como Arizona y Florida. Pero, de repente, el panorama electoral fue alterado por el escandaloso asunto de los 2.300 niños separados de sus padres al llegar a territorio estadounidense sin la documentación necesaria y recluidos en jaulas metálicas mientras sus padres eran llevados a otros lugares y sometidos a juicio.
La reclusión separada de los niños y sus padres fue otro ingrediente de la implacable política adoptada por Donald Trump para cerrar las fronteras de Estados Unidos a los inmigrantes que considera indeseables. Fue la primera vez que un gobierno redujo a prisión a miles de menores extranjeros en tiempos de paz. No es de extrañar, por esto, que hasta la primera dama, Melania Trump, se hubiera sentido obligada a pronunciarse públicamente en contra de esa política ni que, después de que la inmensa presión pública en Estados Unidos y todo el mundo forzó a su marido a rectificar, visitara uno de los campos de detención infantil para contrarrestar el daño. Pero este ya estaba hecho.
El senador republicano Pat Toomey calificó la insólita medida contra los niños como “un nuevo Katrina”, aludiendo a la crisis que generó la tardía y desastrosa gestión de otro republicano, George W. Bush, frente a la catástrofe del huracán Katrina en 2005. Esa mala gestión causó un daño irreparable a la presidencia de Bush, cuyo desprestigio facilitó la elección de Obama en 2008. El atropello a los niños –aunque haya sido rectificado– no presagia nada bueno para Trump en las elecciones de noviembre. Así se vio en las primarias del martes pasado en varios estados, en las que avanzaron los demócratas y hubo sorpresas como el triunfo de una seguidora de Bernie Sanders en un importante distrito de Nueva York, reflejo del creciente descontento con el Gobierno.
De Trump se puede esperar cualquier cosa, pero el inhumano trato a los indefensos menores inmigrantes excedió las peores expectativas y ha contribuido a hacer de su permanencia en la Casa Blanca una vergüenza cada día mayor. Medios tan respetables como ‘The New York Times y ‘The Washington Post’ han acumulado contra él en dieciocho meses cargos de acoso sexual, colusión con los rusos, obstrucción de la justicia, uso ilegal de fondos de sus empresas y difamación, entre otras ofensas, a las cuales se suma ahora la crueldad infantil.
La inmigración ilegal es desde hace años un motivo de frustración para las autoridades estadounidenses. Ni el Ejecutivo ni el Congreso han logrado formular una solución que concilie la seguridad de las fronteras con el respeto a los derechos humanos. El último intento efectivo para resolver la situación fue el que hizo Barack Obama al adoptar el programa de Acción Diferida para los Llegados durante la Infancia (conocido con la sigla Daca por su nombre en inglés), que busca regularizar a quienes ingresaron ilegalmente como niños en compañía de sus padres y ya son parte de la sociedad estadounidense. Trump amenazó desde su ascenso al poder con poner fin al Daca y cumplió su amenaza en marzo pasado, pero el programa no murió porque jueces federales de California y Nueva York suspendieron su cancelación. Ahora, su fallida estrategia de separación y reclusión de los menores se le convirtió en un bumerán.
LEOPOLDO VILLAR BORDA
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