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Todd Howland

Si un observador de derechos humanos no incomodara, de nada serviría para su defensa.

Laura Gil
Ni el Gobierno ni el movimiento de derechos humanos deben quedar atrapados en medio de las batallas territoriales de las autoridades de la ONU. La próxima salida del director de la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos, Todd Howland, da cuenta de una pelea tras bambalinas en el seno de la organización. Es hora de poner las cartas sobre la mesa para discutir el futuro de la Oficina.
Apenas Howland sugirió que sería trasladado, decenas de organizaciones defensoras de los derechos humanos le escribieron al secretario general Antonio Guterres para respaldarlo. La carta refleja una unidad que no existe.
Con más de cinco años aquí, Howland estaba a la espera de su rotación como práctica corriente de la organización. Pero ella tuvo un detonante, y ese no fue el Gobierno. Es verdad que, en las esferas gubernamentales, Howland ha provocado resistencias, y son varios los reproches que le hacen; entre otros, la investigación de violaciones de derechos humanos asociadas a operaciones mineras. Pero si un observador de derechos humanos no incomodara, de nada serviría para su defensa.
La Misión Política de Naciones Unidas en Colombia, liderada por Jean Arnault y desplegada para verificar la dejación de armas, debe su existencia a la credibilidad que la Oficina, durante 20 años, ganó para la organización. No deja de resultar irónico que las cabezas de estas dos presencias de la ONU, que deberían estar reforzándose, se enfrentaran y una terminara imponiéndose.

La ONU ya ha fijado posición. No en vano ha avanzado hacia una política de integración de los derechos humanos
en sus operaciones de paz. ¿Por qué Colombia debería
ser una excepción?

La discusión se centra en el papel de la Oficina en la segunda misión acordada. La operación de paz que reemplazará a la actual se encargará de hacer seguimiento a la reincorporación política y económica de las Farc, así como a la lucha contra grupos criminales que atentan contra defensores de derechos humanos.
Howland defiende la integración parcial o completa de la Oficina en el próximo despliegue. Estima que las violaciones de derechos humanos constituyen un motor del conflicto armado y que su prevención, investigación y sanción deben ser priorizadas. Entiende que, en medio de la verificación posconflicto, el rol político de las Naciones Unidas se antepone al trabajo de cualquier otra organización o programa del sistema de la organización sobre el terreno, y, por ende, la voz de los derechos humanos solo podrá tener fuerza si es escuchada desde adentro de la misma Misión. Advierte que, de no incorporar al menos parte de la Oficina a la segunda misión, la Oficina desaparecería por sustracción de materia: perdería financiamiento.
Arnault privilegia su función de facilitación política y considera que la segunda misión es una de seguridad y protección, mas no de derechos humanos. Parece temer la intrusión de un componente de derechos humanos, más principista y menos flexible, en una presencia de verificación cuyos objetivos finales siempre están dirigidos a proteger el proceso. Ha convencido a una parte del movimiento de derechos de que la permanencia de la Oficina por fuera de la segunda misión asegurará su independencia. Pero al mantenerla al margen, lo único que asegurará es su tránsito a la irrelevancia.
La tensión entre la política y los derechos humanos es característica de los escenarios posconflicto. La ONU ya ha fijado posición. No en vano ha avanzado hacia una política de integración de los derechos humanos en sus operaciones de paz. ¿Por qué Colombia debería constituir una excepción? Hasta ahora, la conversación ha quedado restringida a círculos especializados. Abrámosla.
LAURA GIL
Laura Gil
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