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Una tragedia a la colombiana

El proceso de paz, nuestra tragedia; Juan Manuel Santos, nuestro héroe trágico.

Laura Gil
La tradición griega define al héroe trágico como la figura que, destinada a grandes logros, desafía el orden natural de las cosas; produce su propia caída y, en la desgracia, nos deja un universo mejor marcado por una ganancia en conocimiento de nosotros mismos. El proceso de paz, nuestra tragedia; Juan Manuel Santos, nuestro héroe trágico.
En La poética, Aristóteles define al héroe trágico como “un personaje intermedio, ni virtuoso ni justo en exceso, cuyo infortunio se atribuye no a falencias o a perversidad, sino a un error de juicio”. El argumento perfecto, en palabras del filósofo, se caracteriza por el paso de este personaje de la felicidad a la miseria no por la acción de los demás, sino por una equivocación de su confección.
Antes de él estábamos resignados a la guerra y éramos conscientes de que las victorias militares solo podrían reducir a la guerrilla, mas no eliminarla. No creíamos en la paz. Nuestro hombre le dio una lección a nuestro escepticismo cuando logró cerrar la negociación de La Habana.
Alcanzó la cima con la firma de un acuerdo de paz que les entregó a todos los colombianos; el Nobel concretó el reconocimiento internacional que se merece, y de ahí en adelante todo ha sido barranca abajo.
Pronto se retirará del Gobierno en medio del rechazo de los suyos, expresado en un 15 % de popularidad. El futuro se presenta negro para su legado: el candidato con mayores opciones para reemplazarlo está decidido a hacerlo trizas.
No necesitó de contrincantes para estructurar las estaciones de su desdicha.
El fracaso de la puesta en marcha del Fondo Colombia en Paz constituye el capítulo más reciente. Un secreto a voces, la parálisis de los dineros de la implementación fue reportada una y otra vez en el seno de un gobierno que se mantuvo sordo, ciego y mudo. Señales de fracaso sí las hubo antes, y muchas: la incapacidad para acondicionar las zonas de transición, la ausencia de proyectos productivos para los excombatientes y las advertencias de la gente del común desde los territorios. Nadie escuchó. Cuestión de comunicaciones, decían.
La captura de un negociador de las Farc que delinquió dio un sablazo a la credibilidad de un posconflicto cuestionado. No podía habérsele escapado al Presidente esta apreciación cuando él, el arquitecto de la paz, se veía obligado a darle un golpe más.
El oráculo de Delfos predijo que Edipo, el primogénito de Layo y Yocasta, mataría a su padre y se acostaría con su madre. Condenado a morir, una pareja lo crio como su hijo natural. Decidido a salvaguardar a quienes consideraba sus progenitores, Edipo los abandonó y terminó corriendo hacia su suerte. Algo así le sucedió a Santos. Convirtió la profecía en realidad cuando organizó un plebiscito innecesario. Quiso darle legitimidad al acuerdo y lo alejó aún más de ella.
Parece que Santos, como Edipo, tampoco entendía de dónde venía. Aristóteles afirmó: “La acción trágica que se produce entre familia y amigos –cuando el asesinato o el acto similar se da hermano contra hermano, o hijo contra padre o madre contra hijo...–. Esas son las situaciones que el poeta debe buscar”. Nuestro drama está en que el proceso de paz nació de una gran traición.
Ese pecado de origen sería irremediable. Santos quedó a merced del odio y no dimensionó la sed de venganza. No supo salvarse ni salvarnos. Nosotros quedamos confrontados con nuestra propia mezquindad nacional. Esa es la lección.
LAURA GIL
Laura Gil
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