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Ante el peligro de un magnicidio

Se debe rechazar con contundencia y unanimidad todo acto violento contra los candidatos.

Juan Lozano
El entorno cargado de odios, radicalizado después de la pupitreada en el Congreso del acuerdo firmado entre Santos y ‘Timochenko’ tras la derrota del Sí en el plebiscito, se torna especialmente sensible a la hora de proteger la vida de los candidatos y líderes políticos. El rechazo frente a cualquier acto violento contra un dirigente político debe ser unánime y contundente.
Mucho daño están haciendo los repudios condicionados, los reproches asimétricos y las indiferencias selectivas. Para que no nos equivoquemos, lo ilustro con los ejemplos del viernes pasado: independientemente de las opiniones políticas de cada cual, tan grave habría sido que Álvaro Uribe hubiera resultado impactado como que el impactado hubiera sido Gustavo Petro.
Con una historia de magnicidios, polarizaciones violentas y guerras políticas; con una historia de terroristas, vándalos y asesinos; con una historia de narcoguerrilleros, narcoparamilitares y narcos-narcos, si la defensa de la integridad y la vida de todos los dirigentes no es una obsesión del Gobierno y una consiga de la ciudadanía, comienzan a tolerarse agresiones que podrían escalar de las piedras a las balas. Ojo.
Y precisamente por esa razón es tan grave el desdén institucional, encabezado por el alto Gobierno, frente al sistemático aniquilamiento de líderes sociales, que se convierte en entusiasmo mediático a la hora de hablar de “líos de faldas” o “hechos aislados”.
Recuerdo con horror lo que vivimos quienes estábamos en la plaza de Soacha la noche del 18 de agosto de 1989, cuando mi jefe, Luis Carlos Galán, fue asesinado. ¡Cuánto silencio ante el frustrado atentado días antes en Medellín! En eso pensé en la soledad de un cuarto helado, junto a él, en el hospital de Bosa al entender que ni un milagro salvaría su vida: ¡si hubieran escuchado el clamor para cuidarlo!
¡Es tan parecido lo que está ocurriendo con el aniquilamiento de los líderes sociales! Así empezó a suceder en esa época con los miembros de la Unión Patriótica. A muchos no les importó, e incluso lo justificaron. Miraron para otro lado. Y fueron cayendo líderes de todas las toldas. Y mataron a José Antequera. Y mataron en una misma campaña a tres candidatos presidenciales: a Carlos Pizarro, a Bernardo Jaramillo y a Luis Carlos Galán. Y siguieron matando gente. Y mataron a muchos policías, como hoy. Y a muchos soldados, como hoy.
Claro que no se puede hablar de un calco exacto, y muchas cosas han cambiado en estos 30 años, pero hay una coincidencia estremecedora y letal: el aniquilamiento de líderes humildes dejó de conmover y generar rechazo. Se volvió paisaje de nación anestesiada.
Con las agresiones a los candidatos (las físicas –por supuesto– y las verbales, que despiertan bajas pasiones y odios ciegos) ocurre lo mismo. Se desarrolla una cadena justificante orientada a restar importancia a las agresiones. La repetición de los hechos que deberían generar alarma para tonificar a la Fuerza Pública, a los servicios de inteligencia, a los cuerpos de protección, para estimular la adopción de correctivos y medidas preventivas ante el peligro de escalamiento violento están generando, en cambio, justificaciones negacionistas que minimizan la gravedad de los riesgos.
Es hora de llamar a la responsabilidad y a la serenidad de todos, empezando por los mismos candidatos, por sus simpatizantes, por sus detractores y todos los agentes del Estado. Bien lo dijo Juan Carlos Flórez: “Si queremos un país mejor, debemos resolver nuestras diferencias con votos y no con balas, con debate y argumentos y no con violencia contra el contrincante. Quien quiera derrotar a Uribe o a Petro que lo haga ganándoles en las urnas y con la fuerza de la razón”.
Todos podemos ser agentes multiplicadores del clamor por una campaña constructiva, con altura, con dignidad y sin violencia. De nadie debemos tolerar ninguna agresión.
JUAN LOZANO
Juan Lozano
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