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Raro y curioso

El general Bonnet llevaba en su piel a Colombia, después de haberla recorrido por todas sus esquinas

Murió hace un par de semanas en Bogotá el general Manuel José Bonnet Locarno, con quien tuve la dicha de trabajar en la Universidad del Rosario. Se me hace verlo llegar allí muy temprano en la mañana, todos los días, rodeado de espontáneos mientras se bajaba del carro y caminaba sonriente y cadencioso hasta su oficina. Sin parar de hablar; el general cultivaba el diálogo como la forma más alta de la civilización.
Pero un diálogo generoso y de verdad como casi nadie suele practicarlo aquí, atizado por el humor y una curiosidad profunda y festiva, por el interés en lo que la gente tiene por decir y contar. Diálogo, diría él con su certera vocación etimológica, lo oigo, es una palabra griega que significa que la razón va y vuelve; que su fuego lo soplan dos corazones que quieren entenderse o al menos entender.
Por eso su helenismo, su amor desmedido por Grecia, no era una pose ni un gesto artificial de costurero. Todo lo contrario: como buen cienaguero (como buen caribe), Bonnet sabía de sobra que el río Magdalena desemboca también en el Mediterráneo, y así nos lo aseguró una vez, con cara de palo, un alumno muy convencido y muy enguayabado al que ambos, por supuesto, le pusimos cinco para siempre.
El mundo está dividido desde la más remota antigüedad en dos tipos de sabios, como es por todos aquí conocido: los que saben hablar y los que saben callar. El general pertenecía sin lugar a dudas a la primera escuela, en la que se codeaba por igual con Sócrates (los dos Sócrates) y con Chucky, un habitante de la calle con el que varias veces lo vi tertuliar a carcajada batiente, tuteándose hasta que se despedían con una reverencia.

El mundo está dividido desde la más remota antigüedad en dos tipos de sabios, como es por todos aquí conocido: los que saben hablar y los que saben callar.

Poca gente había aquí que tuviera un conocimiento del país tan hondo y tan rico, cosechado además no solo en los libros y en las teorías sino también, y sobre todo, en la dura y compleja realidad, en la vida. Digamos que el general Bonnet llevaba en su piel a Colombia, después de haberla recorrido, durante décadas, desde el principio de su carrera, por todas sus esquinas y todos sus misterios.
Hablaba en lenguas porque además de saberse todas las particularidades de los distintos dialectos de la costa Caribe podía también hablar en boyacense o en paisa, en llanero, en valluno, incluso en popayanejo si le llegaba la hora. Bailaba todos los ritmos de nuestra música, yo lo vi un par de veces; conocía a la perfección nuestros platos, sabía dónde se comía y dónde se decía qué. Dónde, cuándo y cómo, que es mucho mejor.
Y aunque debió ser un típico militar colombiano formado y probado en los patrones mentales de la llamada ‘lucha contrainsurgente’, es decir la pura herencia dogmática del conflicto y la Guerra Fría, su visión del mundo era la de un hombre libre y tolerante, un soldado convencido de sus ideas y principios pero con la suficiente lucidez como para entender que los demás también tienen los suyos, y eso no siempre se arregla a bala.
No en vano, cuando fue comandante de las Fuerzas Militares, propuso una de las pocas ideas de veras revolucionarias que ha habido aquí, y es que las mujeres de la guerra, como en Lisístrata, la comedia de Aristófanes, les hicieran una huelga sexual a sus maridos. También por esa época creó la Cátedra Colombia, un espacio para que los personajes más variados fueran a decirles lo que se les diera la gana a los militares.
Yo adoraba sus frases como de un libro de García Márquez –eso eran–, un día me dijo: “Yo gratis nada, que sale muy caro”. La última vez que lo vi fue en el funeral de nuestra adorada amiga Flor Romero, y me gritó: “Ya casi es el mío...”. Era un gran ser humano, mejor dicho, y ese talento sí no se aprende en ninguna parte.
Descanse en paz, General. Usted que siempre creyó en ella.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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