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No tantos

El resentimiento también es como una droga y un vicio: un ciego furor que se alimenta de sí mismo.

En 1965 un autor del que no sé nada más pero me gustaría, Joseph Rosner, publicó un libro delicioso llamado 'El manual del resentido': una joya, una recopilación de las frases más perversas pronunciadas en la historia contra algunos de sus personajes y sus obras más notables y más grandes: aquellos que justo por su excelencia merecieron el odio, la rabia de cuanto envidioso pasaba por allí.
La hipótesis de Rosner, obvio, es que el precio de la fama y de la gloria suele ser, casi siempre, el odio apasionado de muchos mediocres que no solo no pueden disfrutar de las mejores cosas que produce nuestra especie, sino que incluso se sienten como agredidos por ellas: como si el talento ajeno los estuviera despojando de lo que les pertenece; como si el triunfo de los demás fuera su derrota y su tragedia, y de alguna manera sí lo es.
Entonces, en ese vivero sofocante que es el alma de los resentidos —sofocante sobre todo para ellos mismos, por suerte—, florece una especie de don diabólico y liberador que es el de la maledicencia y la suspicacia: la rapidez, la fecundidad para desestimar con ironía, con pasión viperina, aquello que para tantos otros es tan estimable, tan bello, tan bueno, tan feliz.
Qué paradoja, dice Rosner en su antología, porque muchas de esas frases despechadas que él recoge allí dejan entrever casi un talento y una inteligencia que habrían servido para que sus dueños hubieran hecho algo un poco más digno y no se ahogaran en el pozo de su propia amargura, de su mala leche. Quizás, si hubieran encauzado mejor la mitad de los esfuerzos que se les fueron en odiar, su vida habría sido un poco más provechosa.

En ese vivero sofocante que es el alma de los resentidos, florece una especie de don diabólico y liberador que es el de la maledicencia y la suspicacia.

O no, nadie puede saberlo, pero al menos habría valido la pena intentarlo. El problema, según Rosner, es que el resentimiento también es como una droga y un vicio: un ciego furor que se alimenta de sí mismo; un retorcido placer que no tiene matices ni reversa cuando además lo acompañan, y lo adoban, y lo multiplican, la arrogancia, la elocuencia, la pedantería, el espíritu de pandilla.
Ahora: está clarísimo que el resentimiento no es la crítica, ni siquiera en la versión más perversa y ácida y demoledora de la crítica; la más eficaz y sana, que también suele ser la más dura. Y aunque a veces parece que ambas cosas se camuflan y se hacen una sola, se mimetizan, mejor dicho, la crítica será siempre una de las virtudes más altas del pensamiento humano, la más alta, mientras que el resentimiento es todo lo contrario.
Quizás sea también un problema de magnitudes que solo empieza a ser visible, o explicable, ahora que hay internet y redes sociales, por ejemplo. Porque ha hecho carrera la idea de que para acreditar inteligencia y lucidez, superioridad moral o estética o ideológica o filosófica, el mejor camino, por no decir que el único, es el de escupir bilis por doquier, como quien tiene la misión superior de poner a cada uno en su lugar.
Se trata de una de las posturas más rentables y populares en estos tiempos de turba en que vivimos, pues nada hay más fácil que acabar con todo, señalar su pequeñez. La escuela prodigiosa del sarcasmo, que es la que más talento ha exigido siempre, talento y sutileza; en la que militan los mejores ingenios, los menos comunes, los más brillantes de verdad. Pero cuando todo está en relieve nada está en relieve.
Si la maledicencia se vuelve un lugar común y el método de tantos —demasiados—, si solo en ella se expresa el pensamiento, si empieza a ser un discurso omnipresente, entonces pierde todo su poder. La masificación del genio es más bien su negación; Oscar Wilde debe ser único, si no qué gracia.
Por eso la diferencia entre el resentimiento y la crítica siempre se nota. Si no qué gracia.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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