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Esa es nuestra historia desde que empezamos: no es que se repita, es que es así.

En alguno de los cerros orientales de Bogotá hay una paloma blanca pintada desde hace años, toda la vida. Está clavada allí en una piedra gigante sin que nunca se la hubieran tragado ni el pasto ni la tierra ni el humo de las mazorcas que se asan en un mirador vecino. Todo lo contrario: de tanto en tanto, cada lustro, esa paloma amanece como más blanca y más definida, mejor pintada. Un misterio.
Yo me acuerdo de ella desde que tengo uso de razón, o aun desde antes: desde que llegué a vivir por primera vez a la ciudad, en 1987, y allá arriba ya estaba esa paloma anunciando la paz. Creo que incluso había un letrero que decía eso: “¡Vamos por la paz!”. Mi primer domingo en Bogotá, en un almuerzo en la casa de unos tíos, me pasé toda una tarde viendo por la ventana cómo subían los carros por esa montaña.
Y supongo que ya para esa época esa paloma debía de llevar pintada allí muchos años, por lo menos cinco: desde el gobierno de Belisario Betancur, cuando se hizo el primer gran intento en Colombia de un proceso de paz con las guerrillas. Hoy sabemos que ese camino estaba lleno de trampas y fracasos y que era –lo es– largo y agotador, pero en ese entonces todo el mundo, en todas partes, pintaba aquí palomas de la paz.

Colombia sigue siendo Colombia, nosotros seguimos siendo los mismos; y eso es más grave que todo lo demás, ese sí es un proceso de paz que no se acaba

No solo esa de Bogotá que se ve todavía y para mí es la más simbólica y memorable de todas; quizás uno de los pocos monumentos verdaderos que tiene la ciudad, si uno lo piensa bien, aunque mejor no pensarlo. Pero sé, porque lo he visto, que en muchas partes de este país se repite la imagen: una paloma blanca de principios de los años 80 que anuncia la paz. También Papá Noel dice “Feliz 1985”, pero las palomas son más.
¿Por qué? Pues porque ese es el tiempo que llevamos acá tratando de arreglar las cosas para no matarnos; desde esa época, aunque también desde mucho antes, pero desde esa época de manera sistemática y recurrente, en todos los gobiernos, se hacen acá procesos de paz para acabar con la guerra. Se podría decir que esa es la historia de mi generación: el tema y la sombra en la vida de quienes nacimos cuando Belisario, o un poco antes.
Por supuesto: ningún proceso de paz es del todo perfecto, ninguno es del todo eficaz. Y menos en una sociedad como la nuestra, heredera desde hace siglos de estructuras señoriales y feudales que hasta los revolucionarios más radicales, y a veces sobre todo ellos, asumen como una especie de orden natural; un esquema de dominación que es así porque sí, que no se puede cambiar ni objetar.
La historia, sin embargo, no son solo sus pulsaciones, sus instantes y sus momentos y sus hechos y sus debates en los que todos nos ahogamos todos los días, sin poder ver el bosque. La historia es también un relato continuo y lento hecho de símbolos, de procesos que solo tienen sentido cuando los ha cernido el tiempo, a veces por demasiado tiempo. Entonces mira uno hacia atrás y ahí está todo, eso era.
¿Que todavía queda mucho por hacer, que no es suficiente, que hay mucho por revisar y mejorar y volver a pensar? Pues claro, de eso se trata. El tiempo se va a encargar de eso también, además, el futuro es el que cierne y decanta, el que va poniendo cada cosa en su lugar. Y Colombia sigue siendo Colombia, nosotros seguimos siendo los mismos; y eso es más grave que todo lo demás, ese sí es un proceso de paz que no se acaba.
Pero esa es nuestra historia desde que empezamos: no es que se repita, es que es así. Por eso es tan importante que en ella se puedan pasar las páginas y celebrar los símbolos, cortar los lastres. Cómo va a ser eso malo; cómo no vamos a emocionarnos aunque sea un poco, después de tanto.
Para que un día esas palomas, allí pintadas, sean más nuestro pasado que nuestro presente.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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