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Manejo del tiempo

Marcar tarjeta, cumplir horario, llenar formato: eso es lo que cuenta en no pocos espacios laborales

El mundo en el que estamos, lo sabemos todos muy bien, unos más que otros, pero al final todos lo sabemos y lo padecemos de sobra, el mundo en el que estamos es un lugar cada vez más complejo y enrevesado, más exigente y minucioso, más tiránico en sus procedimientos y requisitos y cosas por hacer y papeles por llenar y filas por caminar y horarios por cumplir y en fin, todo lo que hay que hacer a toda hora para hacer cualquier cosa.
No es para menos: en solo un siglo, el siglo pasado, nuestra especie se quintuplicó, como cuando uno de niño pisaba por error un hormiguero y parecía que las hormigas se multiplicaran y salían y salían y salían, en cantidades de verdad alucinantes. Eso le pasó a la humanidad en el siglo XX, que se reprodujo como nunca antes lo había hecho. De 1.500 millones de almas que había en la Tierra en 1906, pasamos a tener casi 8.000.
Ese desbordamiento demográfico, esa producción en serie de gente, coincide con otro proceso histórico y económico no menos determinante: el de la arrolladora tecnificación de la vida humana; el de la presencia cada vez mayor y cada vez más invasiva de toda clase de máquinas y aparatos que el hombre fue creando –y lo sigue haciendo, faltaba más que no– para gestionar mejor sus días, para sobrevivirlos con éxito.
El equilibrio entre el hombre y la máquina fue una de las obsesiones del mundo moderno, y quizás todavía, porque siempre existió el temor de que un día no muy lejano fuera la técnica la que dominara al ser humano y no al revés. Grandes obras de la filosofía, de la literatura, incluso de la pintura o de la música, se ocuparon de ese desastre latente, esa dictadura de los aparatos, esa utopía convertida, como todas, en el infierno y el horror.
Todavía, hasta el próximo año, se conmemoran los cien años de la Primera Guerra Mundial, la ‘Gran Guerra’. Con ella se acabó ese mundo bucólico y posible que uno ve en tantas fotos, en tantos cuadros, en tantos libros: un mundo casi sin gente, ancho pero no siempre ajeno. La humanidad no era entonces, aún no, un enjambre, ni una maquila, ni una gran multitud embutida a la fuerza en su propio vagón.
El mundo que vino luego, el que nace allí, es el mundo de Kafka, que lo iba narrando mientras ocurría: oficinas que son un laberinto que acaba en un túnel que acaba en un laberinto que acaba en un túnel, ventanillas de aquí para allá, burócratas que se suceden como en un salón de los espejos, papeles y más papeles, botones, turnos, sellos, horarios, planillas, formatos, siglas, música para esperar.
Eso ha terminado por engendrar una terrible ficción en la que la gente es productiva solo en la medida en que cumpla con los rituales absurdos de la burocracia sin que importe nada más. Marcar tarjeta, cumplir el horario, llenar el formato: eso es lo que cuenta en no pocos espacios laborales, en los que muchas veces el peso absurdo de ‘la organización’ acaba con todo, hasta con el talento y el trabajo.
Contra eso hay un mantra que siempre recomiendo: la respuesta que una vez le dio Arnaldo Momigliano, que era un gran historiador, al director de su facultad, que le mandó una carta destemplada pidiéndole un informe sobre su ‘manejo del tiempo’. ‘Mom’, como le decían sus amigos, contestó con un mensaje apoteósico.
“Mi día: 2 horas de puro sueño; 1 hora soñando en la administración; 2 horas soñando en la investigación; 1 hora soñando en la enseñanza; media hora de pura comida; 1 hora de comida e investigación; 1 hora comiendo con colegas mientras hablamos de la enseñanza y la investigación; media hora de puro paseo; media hora de paseo con investigación (pensar); 12 horas y media de prepara-ción de clases (leer, escribir, pensar)...”.
Y terminaba: “1 hora de enseñanza sin pensar; 1 hora de administración sin pensar”.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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