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Diálogo imposible

Recuerdo esta anécdota porque en ella hay una descripción sobre la forma en que mucha gente construye su 'pensamiento'. Refutando los argumentos ajenos con delirios que hacen imposible cualquier posibilidad de dialogar.

Cuenta Bertrand Russell que alguna vez estaba dando una conferencia en Londres sobre un tema complejísimo y lleno de matices: “la verdad en la historia”, nada menos y nada más. Entonces el maestro vio que en la primera fila del salón había un tipo que lo escuchaba con gran atención; un hombre que a veces asentía, a veces abría los ojos maravillado o se quedaba absorto, a veces lo negaba todo con piedad y escepticismo.
Todos los que alguna vez hemos hablado en público sabemos muy bien lo que es eso, la presencia en el auditorio de alguien que empieza a reaccionar de forma tan peculiar a lo que vamos diciendo, que es inevitable no terminar dirigiéndole nuestras palabras solo a esa persona que se convierte así, por sus gestos, por su aparente sabiduría, en una especie de ‘conciencia’ de nuestro discurso. Un inopinado y absurdo tribunal.
Eso fue lo que le pasó a Russell ese día en esa conferencia londinense: que decía algo, y de inmediato miraba al tipo para saber cuál era su reacción. Quería estar tranquilo, creer que no estaba diciendo ninguna tontería, pues aun un genio de la filosofía como él –y quizás por eso mismo– albergaba una gran inseguridad frente a sus méritos como orador y frente al valor y la sensatez de sus propias ideas.
Pero esa tarde todo salió muy bien, por fortuna, hubo aplausos a rabiar entre la gente y la conferencia fue un éxito. Dos días después, sin embargo, alguien timbró muy tarde en el apartamento de Russell. Era el tipo, la ‘reserva moral’ de su conferencia. Entonces el maestro lo hizo pasar de inmediato y le ofreció un cigarrillo; lo rechazó, no fumaba. Su inglés tenía un marcado acento ruso, era nervioso.
La conversación que vino luego parece sacada del teatro del absurdo, como todas, y en ella Russell quiso agradecerle a su ‘invitado’ por haberle sido de tanta utilidad, aunque no lo supiera, en su conferencia de hacía dos días. Fue cuando el tipo le dijo que le había parecido magnífica, “oh, sí”, pero que había algo en ella que no le había gustado, una afirmación con la que “no estaba de acuerdo”.
“¿Cuál es?”, preguntó Bertrand Russell. “Aquella en la que usted habla de la muerte de Julio César, maestro”, contestó el tipo. ¿Había dicho algo impreciso, había trastocado la fecha de ese episodio memorable?, quiso saber con verdadero interés el gran filósofo. Entonces su interlocutor le respondió sin inmutarse: “No estoy de acuerdo con lo que usted dijo sobre la muerte de Julio César, porque yo soy Julio César”.
“Como estaba solo con él en ese apartamento –cuenta Russell–, me fui caminando muy lento hasta la puerta y solo me sentí tranquilo cuando alcancé por fin la calle; para mí era obvio que la opinión de aquel hombre no nacía de un estudio objetivo de la realidad. Este incidente ilustra la diferencia entre las creencias sensatas y las que no lo son... A todos nos podría gustar ser Julio César, pero es justo reconocer que no lo somos...”.
Siempre recuerdo esta anécdota porque en ella hay una hermosa y aterradora descripción sobre la forma en que mucha gente, incluso la que a veces parece más cuerda, construye su ‘pensamiento’, su forma de ver la realidad. Refutando los argumentos ajenos con delirios desfachatados que hacen imposible cualquier posibilidad de dialogar de verdad. Con Julio César, mejor dicho, no se puede discutir, al menos no en el plano racional.
El plano racional: un lugar cada vez más esquivo, más contaminado por la furia de todos para imponer a la brava sus ideas, sus certezas, sus prejuicios. Hay quienes hablan de paz con el cuchillo en la boca; de respeto y tolerancia cuando son incapaces de respetar o tolerar a nadie.
Ya vengo: alguien está timbrando, ojalá sea Bertrand Russell.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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