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De cuerpo presente

Gram Parsons, un absoluto genio del ‘country’ y del rock, que no quiso ser enterrado.

Juan Esteban Constaín
Antier, 19 de septiembre, me recordó internet que se estaba cumpliendo un aniversario más de la muerte de Gram Parsons, un absoluto genio del country y del rock que tocaba todos los instrumentos, pero sobre todo la guitarra y el piano, y cantaba con una voz dulce y melancólica, y escribía canciones hermosas que nunca tuvieron la suerte que se merecían, como él mismo, un ángel caído en desgracia.
Desde muy joven, eso sí, casi desde niño, Parsons combinó con maestría su talento musical con el trago y con las drogas, no había nada que no hubiera probado, no hubo vicio que no ejerciera con inocencia y con rigor, hasta las últimas consecuencias. Heroína, cocaína, mariguana, barbitúricos, LSD y ríos de licor: esa era su dieta, de ese árbol se aferraba para llegar al final del día, todos los días.
Hasta que la fórmula le falló, su cuerpo, que tenía fama de resistirlo todo, cuanto cataclismo le pusieran por delante, no aguantó más y el 19 de septiembre de 1973 Gram Parsons murió de una sobredosis de whisky, morfina, pastillas para dormir y sabe Dios qué otra cosa, hasta telarañas o cáscaras de banano. Al enterarse de la noticia, Keith Richards, su gran amigo, solo dijo: “Por eso yo no tomo pastillas, son muy peligrosas”.
Parsons estaba en un hotel cerca del parque nacional del Joshua Tree (el ‘árbol de Josué’, me dice Wikipedia), en California, y allí, en la habitación número 8, lo encontraron muerto sus amigos, los que iban con él: Margaret Fischer, su novia del colegio, con la que había vuelto, Michael Martin, su asistente, y Dale McElroy, la novia de su asistente. Los tres tuvieron que romper la puerta cuando no les abrió más.

Una hoguera fenomenal que iluminaba el día; la hoguera que fue siempre Gram Parsons

Entonces viene lo mejor de la historia, también lo más absurdo y siniestro: el cuerpo de Gram Parsons llegó sin vida al hospital y luego fue llevado a la morgue, donde se le expidió el acta de defunción. Allí lo embalsamaron, lo vistieron otra vez, lo metieron en una tula y lo enviaron al aeropuerto de Los Ángeles, desde donde un avión lo iba a llevar hasta Nueva Orleans, el lugar que su familia había escogido para un entierro discreto.
Ya era el 20 de septiembre y al aeropuerto llegó Phil Kaufman, el mánager de Parsons y uno de sus mejores amigos, a quien el músico le había dicho en un funeral reciente que si algo llegaba a pasarle algún día, que si su cuerpo ya no resistía más, no permitiera por nada del mundo que lo fueran a enterrar. En cambio, lo que él quería era que lo cremaran: que esparcieran sus cenizas bajo un árbol del Joshua Tree.
Así que Kaufmann no lo pensó dos veces: llamó a Michael Martin, el asistente, y ambos se fueron al aeropuerto a rescatar a su amigo; iban borrachos, por supuesto, en un Cadillac que les prestaron y que parecía el de una funeraria, y ellos mismos vestidos de librea y corbata oscura, con cara trascendental, como si fueran los empleados de la funeraria. Así se identificaron, de hecho, para entrar al hangar en el que yacía Parsons.
Le dijeron al tipo de la aerolínea –el vuelo ya estaba casi listo– que la familia había cambiado de planes, que ellos se hacían cargo. Miró sus papeles, nadie le había dicho nada. Pero quién era él para contradecir a la muerte, faltaba más, les entregó el cuerpo. Los dos borrachos lo cargaron, ¡ayudados por un policía que estaba en el lugar!, lo montaron al carro, se estrellaron con el hangar, huyeron como almas que lleva el diablo.
Llegaron luego al parque del Joshua Tree y allí quemaron, con cinco galones de gasolina, el cuerpo de su amigo: una hoguera fenomenal que iluminaba el día; la hoguera que fue siempre Gram Parsons. Un mes después los capturó la policía, les dieron un mes en prisión y 300 dólares de fianza.
Para pagarla, Phil Kaufman organizó una fiesta.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
Juan Esteban Constaín
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