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Bajo el volcán

Es algo que ocurre todo el tiempo en el mundo, que es un campo minado: explotan las bombas que el pasado dejó regadas, eso es el pasado.

‘Derrelictos’ se llaman los barcos abandonados en el mar: los que siguen dando tumbos por sus aguas, como un fantasma, porque eso son; o los que encallan en algún promontorio o en la playa y luego los arrastran otra vez las olas. Y cuando ya son del todo una ruina, un pedazo, un escombro, se llaman ‘pecios’: fragmentos de un pasado y una historia que siguen allí a flote; el testimonio de lo que algún día fue.
A veces aparecen en el mundo, de la nada, derrelictos así, si es que no lo somos todos ya y lo hemos sido desde que la Tierra empezó a girar; quizás eso es la especie humana siempre, un naufragio pero también lo que queda del naufragio, y la isla en que ese naufragio ocurre –o para qué las islas–, y el náufrago que la habita y el papel en el que escribe su famoso mensaje y la famosa botella en la que lo guarda y lo echa al mar.
Ayer, por ejemplo, leía la noticia de un fotógrafo brasileño que la semana pasada iba en un helicóptero y por evitar el mal tiempo se desvió de su ruta y terminó avistando, en el estado de Acre, en la frontera de Brasil con el Perú, a una comunidad de la que no se tenía noticia, o casi ninguna. La prensa los ha llamado los ‘indígenas de Maíta’ y enfatiza en su condición aislada, marginal, incontaminada.
Eso se ve también en las fotos que hizo el fotógrafo brasileño, Ricardo Stucket: hombres y mujeres semidesnudos y con la cara pintada, mirando con horror y curiosidad, las dos cosas al tiempo, a ese helicóptero que los observa y de alguna manera los invade. Por eso muchos de ellos le apuntan con su arco y su flecha, como si la escena estuviera ocurriendo –y es que está ocurriendo también– hace siglos.
Una cultura derrelicta, un pedazo de la humanidad (un pecio) que se salvó del naufragio o sigue en él, depende. Porque esas fotos, en pleno siglo XXI, nos enfrentan otra vez al diálogo interminable entre la civilización y la barbarie, ¿quién está de qué lado del espejo? Y aunque el mito del ‘buen salvaje’ ya cayó en desgracia, por suerte, sí ilusiona y conmueve mucho saber que aún queda gente en este planeta que no sabe lo que es un meme.
Casi el mismo día de ese encuentro de los tiempos en la selva brasileña, desencuentro, tres obreros trabajaban en un sótano de parqueaderos en una calle de Augsburgo, en el sur de Alemania. Pica, pala, pica, pala, pica, pala. Entonces avistaron ellos también, si así se puede decir, un objeto duro y extraño, muy grande, oxidado, viejo. Lo vieron mejor, con mucho cuidado. Era una bomba.
Pero no una bomba cualquiera, no. Una bomba de verdad, una bomba de tiempo. Allí estaba desde la Segunda Guerra Mundial cuando la lanzaron los ingleses y no explotó. Casi dos toneladas de amatol (de historia) que se quedaron abandonadas y latentes, en silencio, esperando a que alguna mano las frotara tres veces para salir, como el célebre genio de la lámpara de Aladino.
Es algo que ocurre todo el tiempo en el mundo, que es un campo minado: explotan las bombas que el pasado dejó regadas, eso es el pasado. En Colombia lo sabemos con horror, pero también lo saben en Camboya, o en Vietnam, o en Francia. En el caso de la bomba de Augsburgo, 50.000 personas fueron evacuadas de la ciudad: la evacuación más grande en Alemania desde la Segunda Guerra Mundial, que aún no termina.
También se acaba de descubrir, en Grecia, al lado de Atenas, una ciudad enterrada. Parecía un monte salvaje y es una metrópolis antigua; como Bogotá, mejor dicho, pero al revés. Lo escribió Benedetto Croce: “La historia es siempre contemporánea”. Y una profesora mía, Cinzia Crivellari, lo dice mejor: “Ningún tiempo es pasado”.
Ningún tiempo es pasado, ni siquiera el que vendrá. La historia: un pueblo, una bomba, una ciudad.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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