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Mi hermoso planeta

Digamos que la humanidad va bien como va, de cabeza al exterminio.

Hablo de “mi” planeta sin alardear de propiedad de finca raíz, como se habla de mi país, de mi ciudad, de mi barrio. Solo de “mi” casa tengo escrituras, al lado de las escrituras sagradas y de las profanas que el Espíritu Santo me dicta, pues si no, quién. Me complazco con el planeta que me sirve de alfombra verde para andar de piedra en piedra por esta existencia precaria, de la mano de la poesía como lámpara en las tinieblas. Porque, por más que salga el sol por el oriente del globo, los hombres no ven lo que los espera y se empeñan en marchar contra las corrientes vitales. Y es así como siendo tan necesaria para la vida la paz como el pan, se empecinan en desplumarla. Facciones embanderadas en busca del poder, ¿para qué?, para destruirnos y destruirse.
Es mi planeta preferido la Tierra para asumir el camino que me fue acordado desde remotos eones y que solo vino a cuajar con el encuentro de dos familias de sastres en la capital del cielo. Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Neptuno y Plutón no me ofrecen las condiciones necesarias para mi sed de vivencias, y menos las titilantes estrellas. Vocación no tengo de anacoreta galáctico. Solo en la Tierra las pupilas del ojo vibran ante la belleza del paisaje real o ejecutado por el pintor o fotógrafo, los tímpanos del oído ante el canto del mirlo o el órgano de la catedral de Segovia, los tabiques de la nariz ante el efluvio del azahar o los humos del palosanto, las papilas de la lengua con los labios húmedos de la amada y la carne ahumada de Montreal; las yemas de los dedos del cuerpo con el abrazo profundo y la cabecita del gato.

Ya enrarecimos el aire, ya contaminamos las aguas, ya deforestamos la tierra, solo dejamos al elemento fuego disponible para abrasarnos

Mi primer encargo con la poesía fue prevenir al planeta de su acabose. Augures del desastre se nos llamaba. Terminada la guerra, quedaron las armas nucleares al alcance de un botón de la Guerra Fría. Que estuvieron a punto de detonarse ante la amenaza de invasión norteamericana a la Cuba de Castro. Los poetas de entonces devinimos en profetas apocalípticos, como ciertos monjes del año mil. Solo nos faltó salir por la avenida Jiménez, por el paseo Bolívar o por Junín con pancartas que rezaran: ‘A tirar, a tirar, que el mundo se va a acabar’.
Ahora la nanotecnología podrá proporcionar armas del tamaño de un balín que pueden destruir naciones enteras, y estarán al tiro de los grupos terroristas por su facilidad de fabricación. Ante esta posibilidad, renunciamos a seguir previniendo a la especie humana de su extravío. Ahora nos da risa nuestra sociedad timorata que nos rotulaba de terroristas verbales, considerándonos inútiles y farsantes, sin estimar que en los astilleros de cada idioma la palabra pudo ser más detonante que un reactor nuclear.
Digamos que la humanidad va bien como va, de cabeza al exterminio. Ya enrarecimos el aire, ya contaminamos las aguas, ya deforestamos la tierra, solo dejamos al elemento fuego disponible para abrasarnos. Los jóvenes poetas de entonces, como ya estamos viejos mas no vencidos, no paramos en mientes ante el pavor hecatómbico. Somos como los monjes del año mil, ahora con las pancartas en el refugio. Por algo nos hemos instalado frente a la montaña de Iguaque, en Villa de Leyva, de donde salió Bachué, madre de la humanidad, madrediagua, la pobladora.
Se nos ha señalado que tenemos inflado el ego, lo que no nos deja sino pensar en nosotros y no en los otros. Anunciamos que éramos geniales, locos y peligrosos. Y geniales resultaron los fabricantes de bombas, locos los gobernantes y peligrosos los ejércitos imperiales. Ahora que la poesía nos ha conducido por el recto sendero en busca de India y China, intercambiando nuestros mensajes patafísicos con vendantas y taos, hemos logrado ponerle coto a ese ego que era nuestro defecto. Ahora, con el perdón de nuestros coterráneos terrícolas, somos perfectos.
JOTAMARIO ARBELÁEZ
jotamarionada@hotmail.com
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