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La guerra de los poetas

Herido en su amor propio por no figurar en el canon, autoconsiderándose con más méritos que ninguno, optó por despotricar de cada uno de sus colegas que iba logrando preseas.

Los salvajes hacen la guerra para que la canten los poetas y para que hasta belleza se encuentre en ella. Quién no se ha perturbado y deleitado con la guerra de Troya, con el rapto de Helena, el combate de Héctor y Aquiles, los devaneos del héroe con Patroclo, el ruego de Príamo por los despojos de su hijo, la locura de Áyax, la suerte de Casandra, el abandono al pie de la muralla del caballo de madera repleto de combatientes. He visto cantidad de postrados en sillas de ruedas repasando la historia de las guerras mundiales. No faltan quienes encuentran admirable el periplo del autor de 'Mi lucha', y los neonazis invocan el respeto a las minorías. Pero para quienes han vivido una guerra el asunto es a otro precio. Yo la he vivido, así no haya recibido ni una esquirla en un ojo. Desde que aprendí a leer no he leído sino noticias de muertes, masacres, genocidios, expolios. Casi todos los poetas de Colombia han cantado a la guerra para condenarla. Pero muchos han caído en la guerra de poetas contra poetas.
Claro que es saludable el disenso de artistas y escritores de acuerdo con sus cánones creativos. E incluso que sean despiadados en sus polémicas. Lo grave es cuando esas diferencias se convierten en inquina, en enemistad patológica, en zancadillas, en rivalidad peligrosa.
Durante largos años tuve una enemistad enconada con mi antiguo amigo el poeta Juan Manuel Roca, quien insurgía lleno de méritos en el universo de la palabra cifrada. Mandoble va mandoble viene por cualquier quítame allá esas pajas, lo cual terminó por crear bandos irreconciliables. La autora de la filosofía de 'Alzados en almas', María Mercedes Carranza, medió ingeniosamente invitándonos a una misa de celebración por el fin de la guerra de los mil días en la iglesia del Voto Nacional, delante de Mockus. Cuando hubimos de darnos la paz, nos tocó rozarnos las manos. Y embebernos en whisky después de romper el hielo. Recuperar esa amistad ha sido uno de los dones más gratos que me ha otorgado la providencia. Hoy hago gala de ella, así mortifique a algunos de mis amigos en quienes persiste la inquina con el personaje.
El señor Harold Alvarado Tenorio es harina de otro costal. Herido en su amor propio por no figurar en el canon, autoconsiderándose con más méritos que ninguno, optó por despotricar de cada uno de sus colegas que iba logrando preseas, empleando los métodos más infames como son la calumnia y la tergiversación de los hechos. Entre sus víctimas notorias están el suscrito, Juan Manuel Roca, William Ospina, Horacio Benavides, Piedad Bonnet, Fernando Rendón, Luz Mary Giraldo, Amparo Inés Osorio y un prolongado etcétera. Como no soy mudo, le he acordado sus gruesas palabras por mis tribunas. Pero haciendo caso de un llamado a la paz entre los poetas, formulado por el escritor Eduardo García Aguilar durante mi reciente visita a París, y en vista de que su médico me dijo que HAT estaba prácticamente en artículo mortis (como casi todos los suyos), escribí una sentida esquela retirándole mi enemistad y reiterándole mi mano de compañero, de lo cual aún no he tenido respuesta.
Sé que Roca mantiene su hostilidad con este personaje, a quien la Carranza no consideró digno de la paz, pues no le concedió la inapelable calidad de enemigo. Pero mantiene también otras culebras que son mis amigos, como William Ospina, Eduardo Escobar, José Luis y Federico Díaz-Granados, Felipe Robledo, Rafael del Castillo, Santiago Espinosa, Fernando Denis, y más. ¿Sería mucho pedirte, querido Juan Manuel, que accedas a una gran fiesta de reconciliación, ahora que estamos con la paz del país ad portas? Podría ser en Casa de Citas, que es de sobremesa la verdadera casa de poesía que tenemos. Alquilo balcón.
Jotamario Arbeláez
jotamarionada@hotmail.com
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