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Alejandra Silva

Qué gozo y qué susto, porque ¿quién puede ver el rostro de Dios sin morir?

Una mañana de 1970 coincidimos en el hall del edificio Seguros Tequendama el profeta Gonzalo Arango y este su discípulo errante. Él iba a solicitarle un aviso para la revista Nadaísmo 70 a Simón González, presidente de Incolda, que funcionaba en el piso 30, y yo, a llevarle unos bombones a Matilde Torres, su deslumbrante asesora.
De repente apareció entre nosotros un ser que no parecía de este mundo, no mayor de 16 años, con una cabellera cantarina que descendía sobre una túnica que le dejaba al descubierto sus tobillos translúcidos. Entramos los tres en el ascensor, y mientras yo buscaba con mi dedo el tablero, ella se limitó a susurrar “30”, con un tono de criatura del cielo. Subimos escuchando cómo se nos oxigenaba la sangre. Vi el rostro de Gonzalo transfigurado. El espíritu del aire se llenó de corpúsculos luminosos. Se esparció un aroma de flor de los llanos de Sarón. La música ambiental era un eco de hosannas.
Cumplí mi cita exitosamente, Gonzalo reclamó el aviso para el número 2 de la revista; la fugaz pasajera, luego de un cruce con Simón, nos alcanzó y bajamos mirándonos las tres sonrisas congeladas. –¿Puedes cantarnos tu nombre? –arriscó Gonzalo. –Alejandra, Alejandra Silva. A cada uno extendió una mano. Era un cuerpo real con apariencia de sueño.
Teníamos cita con Jaime Jaramillo Escobar en la sede de la revista, en La Candelaria. Él era el gerente. Mientras avanzábamos por el andén del edén de la carrera séptima, el profeta me preguntó: –Poeta, ¿qué sentiste en el ascensor? –Que estaba en presencia de Jesucristo –le respondí con una exaltación que me hizo ruborizar. –¡Así que tú también lo sentiste! –me confrontó. –Nos hemos encontrado con el Maestro –le testifiqué. Aunque yo en Él aún no creía, sentí que había que rendirse ante la evidencia. Éramos un amasijo de luz mientras avanzábamos. Habíamos estado en plena teofanía. Qué gozo y qué susto, porque ¿quién puede ver el rostro de Dios sin morir?

Jesucristo se les había presentado a Gonzalo Arango y a Jotamario en un ascensor. Muy bonito

Cuando llegamos donde el increíble e incrédulo poeta X-504, no pudimos abstenernos de revelarle nuestra experiencia. Estábamos arrobados. La convicción absoluta de cada uno corroboraba la del otro. Él nos escuchó sin manifestar desconcierto. Que Jesucristo se les había presentado a Gonzalo Arango y a Jotamario en un ascensor. Muy bonito. En vez de reprendernos por posibles connubios con la cannabis, como lo habría hecho cualquiera, llamó a quienes podrían dar alguna explicación a nuestro sobrecogimiento de cariz esotérico. Al maestro Ruiz Linares y a Eduardo Mendoza Varela, expertos demonólogo y angelólogo.
El dictamen fue rápido y categórico, y el poeta no tuvo empacho en comunicárnoslo: “Con quien ustedes se encontraron no fue con Jesucristo sino con el demonio. Porque Cristo nunca se presenta en forma de mujer. En cambio el demonio sí en forma de Cristo”. No les creímos ni al poeta ni a los especialistas. A partir de ese momento Gonzalo era un convertido. Al otro día despachó al Nadaísmo y abrazó a Cristo. Yo me resistí, y en un último pataleo de íncubo, o de sacrílego, seguí deseando de por vida a la hermosa presencia de luz, pero a prudente distancia, no fuera que me quemara.
En la funeraria Gaviria volví a encontrarla, frente al cadáver de Gonzalo. Le conté de nuestra experiencia de hacía 6 años, cuando ante ella sentimos el viento paráclito. Me contestó que había sentido lo mismo. Pero, señalándolo con los labios, me indicó que era el profeta quien detentaba la presencia divina. Yo no lo había comprendido. Por algo su conversión no fue al cristianismo, sino al Cristo. Volvió a sí mismo. Y por algo desde el principio, con él, los poetas nadaístas éramos 13.
P. D. Alejandra Silva acaba de tomar el ascensor celeste para reunirse con Gonzalo... y con Simón. Allá en lo alto nos encontraremos.
JOTAMARIO ARBELÁEZ
jotamarionada@hotmail.com
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