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Los restos y el proceso

La noticia del hallazgo de Alfonso Jacquin, como la de su ingreso al M-19, llegó sin aviso previo.

Héctor Pineda
Encontraron los huesos de Alfonso Jacquin Gutiérrez. Hace treinta y tres años, junto con Andrés Almarales y Luis (Lucho) Otero, comandó la toma del Palacio de Justicia, realizada por el M-19, en los primeros días del mes de noviembre, hecho que desencadenó la feroz contratoma por parte del Estado, en un suceso en los que aún, al día de hoy, se reciben noticias que, antes que cierres judiciales, abren las puertas a los laberintos de nuevos procesos.
La noticia del hallazgo, como desde su partida para engrosar las filas del M-19, llegó sin aviso previo. Sus apariciones, para quienes cultivamos una entrañable hermandad en los tiempos de las rebeldías estudiantiles en la Universidad del Atlántico, nos llenaban de sobresaltos y, la verdad, temíamos el día en el que recibiríamos la fatal noticia de su muerte en algún combate de los tantos que se sucedían en las crestas de la cordillera Central, escenario escogido por la organización guerrillera para la confrontación armada.
Sin embargo, las pocas historias que lograban atravesar las trincheras de la guerra, revueltas en especulaciones e inventos tranquilizantes, nos decían que ‘Pompo’, remoquete con el cual lo identificábamos, seguía vivo haciéndole el quite a la muerte a punta de cantos vallenatos interpretados con las guitarras destartaladas de campesinos e indígenas residentes en la alta montaña, declamando poemas de León de Greif, citando los textos con los que aireaba las alas de lo que daba en llamar “toda vocación libertaria” y llamando a Delba, su madre, para llenar la nostalgia de edípico irredento. Nos decían que había superado las limitaciones de los citadinos y, como los descritos por Nietzsche, crecía con la estatura “del hombre nuevo”, en el arte de la artillería, formado en las técnicas de la guerra de guerrillas en las escuelas del ejército cubano. Deshilvanadas, por correos invisibles, conocíamos de Alfonso Jacquin, el abogado constitucionalista, ahora en su trajinar guerrero.

Las circunstancias del hallazgo, en términos judiciales, son indicios del rastro de la mano criminal que, además de intentar desaparecer a Jacquin, también quiso echarle tierra a toda evidencia.

Los comentarios se hacían en secreto, en medio de las borracheras en el ‘Rincón del Babalao’, un bar de música salsa del periodista Gilberto Marenco y su esposa. Las circunstancias nos habían desperdigado en los quehaceres para sobrevivir, superadas las fiebres adolescentes de la revolución. Era ya 1984. Esa mañana, a mediados del mes de agosto, en las oficinas de Cervecería Águila, recibiría la llamada que volvió a rehacer los hilos rotos de la vieja hermandad. Pompo se había ‘despelotado’ en la retirada de la toma del municipio vallecaucano de Yumbo, durante ese fin de semana. El reencuentro, en un motel de Cali, La Luna, sirvió para ponernos al día en los años de ausencia. Allí se rehízo la amistad deshecha por la guerra, en esta oportunidad, atada a los tiempos de la confrontación bélica. Ese día sellaría mi ingreso a la organización guerrillera. En el entretanto, en Madrid (España), Álvaro Fayad, Andrés Almarales e Iván Marino se reunían con el presidente Belisario para iniciar el “diálogo nacional”, inaugurando un período de entusiasmo por la paz.
Los huesos de Jacquin, dicen las noticias, se encontraron en una fosa común repleta de restos de los muertos de la avalancha que arrasó el municipio de Armero, días después de la toma del Palacio de Justicia. Aunque pasó desapercibido, lo cierto es que las circunstancias del hallazgo, en términos judiciales, son indicios del rastro de la mano criminal que, además de intentar desaparecer a Alfonso Jacquin, también quiso echarle tierra a toda evidencia para evitar reconstruir los hechos de entonces. ¿Quién ordenó y quién llevo los restos de Pompo a esa fosa común? Como el relato de Kafka, abierto, el proceso.
HÉCTOR PINEDA
Héctor Pineda
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