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Cerebro social y redes sociales

¿Contribuyen los mensajes de texto a la satisfacción de nuestra necesidad de comunicación?

Gustavo Estrada
Los humanos somos seres sociales y la interacción frecuente con terceros es recomendación persistente en todas las listas de hábitos saludables, tanto para el buen vivir del presente como, hacia el futuro, para la prevención o postergación de los horrores del alzhéimer y la demencia senil.
La tecnología informática, no obstante sus logros extraordinarios, bien podría estar aislándonos más que aglutinándonos. En las redes sociales se volvió práctica corriente el reenvío de videos, enlaces y textos con ‘shows’, consejos o chistes, sin agregar siquiera un saludo amistoso. ¿Contribuyen estos mensajes ‘anónimos’ a la satisfacción de nuestra intrínseca necesidad de comunicación? No parece ser así.
El énfasis de esta nota en la interacción personal directa se respalda en ‘La hipótesis del cerebro social’, desarrollada por Robin Dunbar a finales del siglo XX. Por milenios, la evolución del cerebro favoreció no solo la inteligencia individual, sino que también contribuyó a la inteligencia grupal, que, según el antropólogo británico, fue factor clave de supervivencia.
Nuestros remotos antepasados evolucionaron hacia seres sociales para actuar colectivamente, tanto en la generación de oportunidades de caza exitosa como en la protección del clan contra las fieras y tribus enemigas.
Durante la evolución del ‘Homo erectus’ de hace casi dos millones de años, que quizás solo gruñía, hasta el ‘Homo sapiens’ de hace trescientos mil, que apenas balbuceaba, el cerebro creció de 900 a 1.300 centímetros cúbicos.
Transcurrieron unos doscientos milenios más –un instante en tiempo evolutivo- para que los balbuceos se convirtieran progresivamente en interjecciones, sustantivos, adjetivos, verbos… y ‘floreciera’ el primer idioma, del que por supuesto desconocemos desarrollo, vocabulario o geografía. Plagiando a Gabriel García Márquez, “nada en aquel entonces tenía nombre y, para referirse a cualquier cosa, había necesidad de señalarla”.
Sostiene, pues, el doctor Dunbar que los seres humanos estamos cerebralmente diseñados para relacionarnos. La hipótesis del cerebro social se fundamenta en observaciones medibles. Existe una correlación directa entre el tamaño de la corteza cerebral –la materia gris– de los orangutanes, los gorilas y los chimpancés, por un lado, y el número ‘promedio’ de miembros en sus correspondientes grupos sociales.
Mientras más grande es la corteza cerebral, mayor parece ser la necesidad de socializar de nuestros primos primates. Por comparación, el cerebro humano es ‘descomunal’ y, extrapolando cifras, nuestro ‘grupo social’ debería constar de unas 150 personas.
Retornemos a los mensajes. Si un texto contiene lo que queremos expresar, ¿por qué resulta más provechoso ‘conversarlo’? Las comunicaciones, sugieren los psicólogos, son más corporales y tonales que verbales, y los oídos escuchan apenas una fracción de lo que nuestros interlocutores quieren compartir.
La comunicación va, pues, mucho más allá de lo que se pronuncia o escribe. De hecho, antes del desarrollo del lenguaje, como ya lo mencionamos, nuestros lejanos ancestros de alguna forma se comunicaban a punta de expresiones faciales, señales, gruñidos y… garrotazos.
El psicólogo iraní-norteamericano Albert Mehrabian sugiere que el 55 % de la comunicación es corporal; el 38 %, tonal y tan solo el 7 % –la porción que podría escribirse– se transmite con las palabras pronunciadas.
Podemos entonces concluir que, aunque muchos mensajes pueden ser interesantes, divertidos o motivantes, ningún documento electrónico reemplaza una charla alrededor de un café, un apretón de manos, el abrazo al final del encuentro o la lectura del rostro del amigo cuando le contamos una buena noticia.
Si esta nota le hace clic y usted toma consciencia de que nunca dispone de un rato para buscar a cierto amigo especial que hace tiempo se le ‘perdió’, pues visítelo pronto o, si está superocupado, pues hágale una videollamada y disfrute su cara de sorpresa y alegría… A no ser que, por la mala memoria de él o los cambios físicos suyos, su interlocutor no lo reconozca.
Reescribiendo las preguntas iniciales y atándolas con la tesis del doctor Dunbar, ¿ejercitan los textos electrónicos la ‘mente comunicativa’ que él sugiere? ¿Nos fortalecen tales intercambios los circuitos neuronales del ‘cerebro social’?
¡No! ¡Definitivamente no! Las bienintencionadas notas que circulamos por teléfonos y tabletas inteligentes no satisfacen las exigencias del cerebro social… Ni las necesidades de comunicación que tenemos y sentimos todos los seres humanos. Entretengámonos con las redes sociales, pero despertémonos: Los mensajes electrónicos no fortalecen ningún afecto.
GUSTAVO ESTRADA
Autor de ‘Armonía interior: El camino hacia la atención total’
Gustavo Estrada
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