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Haga lo que se le dé la gana

Hay un moralismo retórico que quiere aprovechar una constituyente para abrir las puertas a Uribe.

Se puso de moda el tema de las constituyentes. Por un lado está la de Maduro sesionando con plenos poderes, haciendo lo que se le da la gana. Con sus pilatunas dictatoriales, el genocida que gobierna por la fuerza a Venezuela está haciendo una constitución a su medida. Y a este lado de la frontera se reproduce la brillante idea de que Colombia se salvaría de todos sus males con una nueva constituyente. Al amparo de la crisis de legitimidad que han generado los casos de corrupción, se está moviendo la tesis de que hay que cambiar de raíz la Constitución de 1991.
Colombia tiene la costumbre de inventarse una nueva constitución para supuestamente resolver cada crisis, cada problema, cada dificultad. El primer recurso al que apelamos siempre es demoler el edificio institucional antes que restañar juiciosamente las grietas que ineludiblemente aparecen en toda estructura. Muchas voces están clamando para que se integre una nueva constituyente, algunas de buena fe, muchas otras con agendas ocultas.
El diagnóstico que nutre la propuesta de que necesitamos cambiar la Carta Magna es equivocado. De hecho, desde la puesta en marcha de la Constitución de 1991 la efectividad de la justicia para combatir la impunidad y la corrupción es cada día mayor. Los indicadores cuantitativos son muy elocuentes. Pero más elocuente aun es la dimensión cualitativa.
Colombia no tuvo una verdadera capacidad de persecución penal y de acción contra el crimen sino hasta cuando se crearon los instrumentos institucionales con los que hoy contamos para dicho propósito. Y en el caso específico de la lucha contra la corrupción sí que se ha avanzado. Ya no hay intocables. Si se recorren las cárceles no es extraño encontrarse con quienes otrora fueran empresarios millonarios o altos funcionarios. Alcaldes, senadores y ministros yacen en los calabozos; algo que era impensable años atrás.
Sin desconocer que también hay víctimas de un revanchismo populista en la justicia que persigue a personas que dejaron una vida cómoda para dedicarse al ingrato oficio de servirle al país. Por el galimatías de la administración de justicia, hoy hay muchos sometidos a un escarnio público que no se merecen. Paradójicamente, en estos tiempos la sevicia judicial no se enfoca en los más pobres sino en quienes se atrevieron a contribuir desinteresadamente al bienestar colectivo. Justos pagando por pecadores.
Pero el punto es que abrir la caja de Pandora de un cambio constitucional para, supuestamente, ser más eficaz en la lucha contra la corrupción es una equivocación. Las fuerzas que quieren cambiar la Constitución de 1991 no están precisamente motivadas por las mejores intenciones. De hecho, revisando quiénes son y qué dicen, uno se imagina que detrás de la excusa de la transformación institucional se esconden varios lobos con piel de oveja. Desde los corruptos que sueñan que por esa vía llegarán a una justicia castrada hasta quienes ven en esta idea la oportunidad de remover las conquistas sociales y los derechos consagrados en la Constitución de 1991. Como dijo ayer en EL TIEMPO Alfonso Gómez Méndez, una constituyente no es el camino.
Además, el activismo proconstituyente que se observa en la extrema derecha tiene nombre propio. Estamos ante un moralismo retórico que lo que pretende realmente es aprovechar una constituyente para remover la prohibición de la reelección presidencial y abrir las puertas del poder, una vez más, para que vuelva Álvaro Uribe Vélez. Para ellos, la constitución que sirve es la que diga Uribe, que además traiga todos los juguetes para gobernar como le gusta al expresidente, haciendo lo que se le dé la bendita gana.
Dictum. El amor sí existe, aunque parezca increíble y el alma se puede esconder por un rato, pero no para toda la vida.
GABRIEL SILVA LUJÁN
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