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El lado oculto de la Luna

El ejercicio de soberanía de Colombia frente a EE. UU. se elevó significativamente con el TLC.

La era espacial descubrió el hermoso lado oculto de la Luna, que hasta ese momento existía para la humanidad solo en la imaginación. Algo similar ocurre con el Tratado de Libre Comercio entre Colombia y Estados Unidos. Su lado oculto es bastante más atractivo que el visible.
El TLC entró en vigencia en el gobierno de Juan Manuel Santos después de años de fracasos de Uribe en el mismo empeño. En el quinto aniversario de la entrada en vigencia del TLC se han hecho sesudos análisis –unos mejores que otros, destacándose por insulso y superficial el de la ministra de Comercio, María Claudia Lacouture– sobre la contribución de ese acuerdo al desarrollo del país. Desafortunadamente, la mayoría de los analistas se han enfocado en el déficit comercial entre Estados Unidos y Colombia.
Un porcentaje significativo de ese déficit es el incremento de las importaciones agropecuarias provenientes de EE. UU. que se explica porque quienes antes tenían acceso libre –Mercosur, por ejemplo– fueron desbancados rápidamente por productos gringos más baratos y de mejor calidad. Fue en su mayoría una sustitución de origen que ha favorecido al consumidor colombiano. Las cifras de corto plazo reflejan también una realidad exógena, dado que el TLC coincidió con una inesperada recesión en EE. UU. Pero el lado oculto del tratado –como con el de la Luna– es mucho más importante que la orografía de lo visible.
Las transformaciones paradigmáticas asociadas a la dimensión política, institucional y legal del TLC pasan usualmente desapercibidas, siendo quizás tanto o más importantes que los temas de acceso. El TLC generó una seguridad jurídica simétrica nunca antes conocida en temas comerciales bilaterales, garantizada por la fuerza del derecho internacional y la solidez de un tratado registrado en la ONU.
Los asuntos comerciales entre Colombia y EE. UU. estuvieron por años subordinados a la ‘narcotización’ de la agenda bilateral. La ampliación del acceso de los productos colombianos estuvo originalmente determinada por el Atpa (Andean Trade Preferences Act), una gran victoria pero que al mismo tiempo condicionaba el comercio a las veleidades políticas de Washington y a subjetivos criterios de ‘desempeño’ en la lucha contra el narcotráfico. Por ejemplo, y me consta, los floricultores y muchos otros sectores oraban y cruzaban los dedos para que no se le ocurriera al Congreso gringo denegar la extensión anual del Atpa. Esa riesgosa volatilidad se acabó con el TLC.
El tratado bilateral ofrece unas normas claras, definidas, estables y procedimientos reglados en la definición de los asuntos comerciales, de inversión y de relaciones económicas que ‘amarran’ en condiciones jurídicas de igualdad a las dos naciones. Eso ha permitido ofrecer recíprocamente una certidumbre que es una señal que no pasa desapercibida para los mercados globales tanto comerciales como de inversión. El grado de autonomía, independencia y, lo más importante, del ejercicio de soberanía de Colombia frente a Estados Unidos se elevó significativamente con la vigencia del TLC.
El TLC es la ‘piedra filosofal’ de las relaciones bilaterales en la medida en que es la manifestación práctica y jurídica de que Colombia es de verdad un aliado estratégico, no simplemente un ‘Estado cliente’ movilizado por amenazas o dádivas. En momentos en que la política exterior de Estados Unidos migra hacia el unilateralismo, y en circunstancias donde la situación de los cultivos ilícitos parecería revivir los viejos tiempos, el TLC se vuelve, como dice una reconocida publicidad, ‘priceless’.
Dictum. Una madre, abuela y bisabuela me dijo que “vivir sin amor es como estar muerto. Prefiero renunciar a la vida que al amor de los que amo”.
GABRIEL SILVA LUJÁN
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