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Cuidar a los que nos cuidan

Romper la institucionalidad es lo que más les conviene a los corruptos.

No dejan de impactar dos hechos en los que los políticos –y nos referirnos a situaciones en dos países aparentemente democráticos y civilizados, no a casos extremos como el de Maduro en Venezuela o al loco de Duterte en Filipinas– han intentado obstruir la justicia de manera descarada para impedir que se castigue la corrupción.
El expresidente Lula, de Brasil, usó todos los trucos típicos del arsenal político para intimidar a la justicia, incluso hasta declararse candidato presidencial para ver si por ahí se salva de la condena que le ratificaron los tribunales. Más perplejidad genera que Estados Unidos, el modelo global de democracia, haya conocido que el presidente Donald Trump consideró deshacerse del fiscal especial que lo investiga por los nexos de su campaña con los rusos.
Pocas veces hemos tenido, por estas tierras, la afortunada coincidencia de que los tres órganos que luchan contra la corrupción –la Fiscalía, la Procuraduría y la Contraloría– estén orientados por líderes claramente comprometidos con la causa contra el crimen y la descomposición, como lo son Néstor Humberto Martínez, Fernando Carrillo y Edgardo Maya. Sus actitudes y decisiones han generado un renovado compromiso de la justicia para que –por la vía penal, administrativa y fiscal– respondan, hasta los más poderosos, por la cadena de hechos vergonzosos de corrupción. Estos paladines contra la corrupción han contado con el pleno respaldo del Ejecutivo para la tarea que les correspondió. Pero eso no quiere decir que dichas instituciones fiscalizadoras no estén en la mira de quienes saben lo que les viene pierna arriba.
Si por Washington llueve, por Bogotá no escampa. Sin ser tan grotesco como lo que ha hecho Trump con la justicia gringa, aquí ya se inició un esfuerzo deliberado y pernicioso de asignarles a los trabajos de los órganos de control y fiscalización una connotación politiquera y electoral. El más burdo ejemplo de esa estrategia lo representa patéticamente Armando Benedetti, que ante la inminente apertura de una causa en su contra por los asuntos de Odebrecht intentó blindarse de la acción judicial acusando al Fiscal General de ser un esbirro de Vargas Lleras y declarándose una víctima de una conspiración política para evitar su reelección de senador. Cosas similares les han pasado al Procurador y al Contralor por destapar temas como el saqueo de la alimentación escolar o los carteles de la salud en Córdoba. En ciertos mentideros políticos y en algunos pasillos recónditos del Congreso se discuten y se cocinan ideas para tratar de ponerle freno –o por lo menos morigerar– al saludable activismo de las entidades de control. Toda acción genera reacción, como nos enseñó Newton.
La reacción de la opinión ante tamaños escándalos es, desafortunadamente, de rechazo generalizado a la institucionalidad. Cuanto más se sabe al respecto más náuseas produce todo lo que tiene que ver con el Estado. Ese reflejo atávico está equivocado. Que se descubran las atrocidades y se condene a los responsables es un síntoma de vitalidad de la justicia, no de decadencia de la democracia, como a algunos les conviene tratar de hacer creer. El populismo anticorrupción termina siendo un mal consejero. Chávez fue elegido por el desespero de los ciudadanos, al igual que Hitler y los bolcheviques, como una salida para responder a la indignación. Romper la institucionalidad es lo que más les conviene a los corruptos. Hay que cuidar a los que nos cuidan.
Dictum. Como diría Alfonso López Michelsen, si no es Luis Alberto Moreno, ¿entonces quién? No más bandos. No más polarización.
GABRIEL SILVA LUJÁN
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