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Un termómetro interesante

El verdadero sentido de una buena educación es aprender a vivir mejor como seres humanos, y ello implica ser conscientes de que en una sociedad democrática todos somos artífices de nuestro destino.

Quienes nos ocupamos de la educación consultamos numerosos indicadores estadísticos que dan cuenta de lo que pasa en el mundo en relación con el acceso, la permanencia y la calidad. Todas las mediciones nacionales e internacionales permiten comparar instituciones, regiones y países, y afirmar si esta ciudad tiene una mejor educación que aquella, o si Colombia está muy rezagada en relación con Finlandia o se parece a Perú.
Pero esas estadísticas son incapaces de predecir cómo se comportan los pueblos en relación con su propio destino. Es casi imposible entender por qué naciones que según los números y los datos son las más educadas, son capaces de seguir fanáticamente a políticos cuyas propuestas atentan contra los más elementales valores de una comunidad.
Lo que más sorprende es que estos demagogos de talla mundial o nacional logren embaucar a tanta gente mediante estrategias mentirosas, uso amañado de información, construcción fantasiosa de escenarios absurdos que asustan a la gente o mediante actos delictuosos de intimidación y amenazas. Desde luego, siempre hay gente sensata que denuncia las trampas, hace evidente la estupidez e invita al ejercicio de la razón, pero las masas no responden a este lenguaje y prefieren seguir el camino del borrego, que, como dice el diccionario, es “persona que se somete fácilmente a la voluntad de otra persona sin rebelarse ni protestar”.
Los políticos se convierten en un termómetro de la verdadera educación de un pueblo. Si un país logra un sistema que asegure que los políticos con opción de gobernar son rectos y honorables, han dado muestras de sensatez y servicio a lo largo de su vida e interpelan la capacidad de raciocinio de sus seguidores, seguramente se trata de una nación verdaderamente educada, pues lo que se vive en la cotidianidad, lo que se aprende en escuelas y universidades, lo que se avanza en la ciencia y la tecnología asegura un mejor futuro y una convivencia pacífica para todos los ciudadanos.
Si, por el contrario, cualquier caudillo demente puede apropiarse del poder recurriendo a su fortuna, a las armas amenazantes de su ejército, o a argucias mentirosas y demagógicas que siembran pánico en la gente para conseguir su simpatía, estamos ante un enorme fracaso de la educación, pues lo más importante que debe aprender un ser humano no fue sembrado ni en su razón ni en su emoción. Estos pueblos, además, terminan impotentes ante la incapacidad de corregir pacíficamente los errores, generados por irracionalidad de un momento.
Sé que esto parece simplista, pero solo pretende invitar a una reflexión sencilla: el verdadero sentido de una buena educación es aprender a vivir mejor como seres humanos y ello implica ser conscientes de que en una sociedad democrática todos somos artífices de nuestro destino y, además, decidimos el de las generaciones venideras. Si ganamos premios, encabezamos rankings y duplicamos las inversiones en escuelas y universidades, pero no somos capaces de usar nuestra razón y sensatez cuando acudimos a las urnas, habremos fracasado estrepitosamente.
Nosotros también tenemos un gran desafío que interpela nuestra racionalidad frente a un proceso de paz cuya conclusión depende del voto ciudadano. Y ahí están las aves de mal agüero vistiendo sus ropajes negros en el Congreso y embaucándonos con el miedo, apelando a principios que no respetaron estando en el gobierno y haciendo creer que también aman la paz, cuando toda su fortuna y su poder lo han conseguido al amparo de la guerra.
Apoyando el ‘Sí’ a los acuerdos de paz, a través de una declaración pública, los maestros de Colombia han dado un paso muy importante hacia un país bien educado. Invitaremos a niños, jóvenes y familias a construir paz en las aulas, en los barrios y, sobre todo, en las urnas.
Francisco Cajiao
fcajiao11@gmail.com
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