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A propósito de la equidad de género

La mujer ha venido luchando por un mejor trato. Entre nosotros, esa lucha se ha mantenido.

Para empezar, debo advertir que soy un ginecófilo exaltado por dos razones: ejercí la ginecología durante cuatro décadas y soy padre de seis mujeres. Estas dos circunstancias me han permitido valorar en profundidad lo que es y significa la mujer, estando convencido de que la madre es el agente inductor del culto que debe rendírsele a la mujer. Sí, desde nuestra vida acuática, intrauterina, se inicia esa inducción cuando, a manera de arrullo, escuchábamos muy cerca de nuestro oído los latidos del corazón de la mujer que nos gestaba. Conscientemente no lo recordamos, pero ese arrullo nos acompaña siempre.
Desde el 8 de marzo de 1857, cuando las obreras textiles del bajo Manhattan se declararon en huelga y se lanzaron a las calles para exigir la humanización de las condiciones de trabajo, la mujer ha venido luchando por un mejor trato. Explicable que esa fecha diera origen al Día Mundial de la Mujer. Entre nosotros, esa lucha se ha mantenido. Muchas mujeres han dado muestra de que el género femenino también tiene condiciones y derechos para figurar y participar en el escenario nacional, al igual que los varones. En 1989, durante el gobierno de Virgilio Barco, su ministra de Trabajo y Seguridad Social, María Teresa Forero de Saade, inspiró el decreto 1389, que buscaba eliminar todas las formas de discriminación contra la mujer y garantizar, frente al hombre, “igualdad en la titularidad y goce de todos los derechos económicos, sociales, culturales, civiles y políticos”. Sin embargo, esa loable disposición tiene mucho de letra muerta en la realidad.

Muchas mujeres han dado muestra de que el género femenino también tiene condiciones y derechos para figurar y participar en el escenario nacional.

Si la equidad de género no fuera en la práctica una utopía, la mujer tendría derecho a la mitad de los puestos, es decir, a que hubiera paridad. Según la profesora Florence Thomas –aguerrida feminista francocolombiana–, cuantas más mujeres participen en los cuadros directivos públicos, menos corrupción habrá. Su presencia es reclamada gracias a que su imagen se considera prenda de garantía, aun cuando en todos los sectores no faltan las que defraudan el concepto esperanzador de la profesora Thomas.
En mis meditaciones octogenarias me asisten dudas respecto a la sinceridad de la mayoría de las mujeres en su aspiración liberadora. Por ejemplo: ¿por qué la mujer, en su afán de liberarse de la coyunda masculina, da muestras de querer parecerse más al varón, es decir, de alejarse de su condición femenina? Con esta actitud pienso que le dan la razón al filósofo existencialista Kierkegaard cuando dijo: “¡Qué desastre ser mujer! Y, sin embargo, cuando se es mujer la peor desgracia, en el fondo, consiste en comprender que se es”.
La tendencia de la mujer en los tiempos posmodernos es querer hacer todo lo que el hombre tradicionalmente ha hecho, no obstante que con ello pueda perder la imagen amable, delicada, que siempre la ha caracterizado. Hoy juega fútbol, boxea, presta servicio militar, frecuenta los bares y cantinas, bebe y fuma a la par con los hombres.
Los gimnasios –como anota Juan José Saavedra en De cómo ser feliz aun estando casado– “están contribuyendo a que las suaves redondeces femeninas hayan sido remplazadas por músculos macizos, refractarios por completo a las caricias”. El deseo de vivir como los varones, de ser como ellos –o, por lo menos, de imitarlos– hizo que el pantalón largo –que fue prenda masculina por excelencia– se convirtiera hoy en prenda femenina por excelencia. La falda es cosa del pasado. La sustituyó el jean, atavío de los vaqueros tejanos.
Otrosí: en el 2009, desde Medellín, se anunció que las mujeres ya podían orinar como los hombres, de pie, pues se había puesto a su disposición un adminículo de papel bond, en forma de embudo, desechable y reciclable. Buena noticia, pues, para las mujeres liberadas y con fijación androide.
FERNANDO SÁNCHEZ TORRES
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