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¿Buen provecho?

Lo único que no pueden cambiar es el canal del televisor que ameniza su almuerzo.

Fernando Quiroz
El terror se dibujaba en sus caras. Miento: antes que el terror se dibujó el suspenso.
Boca entreabierta, ojos agrandados, cejas ligeramente elevadas. Muy separados los dedos de las manos, apuntaban hacia un cielo que jamás tocarían, y lentamente se cerraban y se unían: no demoraban en cubrir boca y nariz como si pretendieran ahogar el grito, cuando ya el suspenso se convirtiera en terror. Ahora sí, el terror. Ese terror que se anticipaba, que se veía venir, aunque fuera –tristemente– ese terror de cada día al que nos han ido acostumbrando. Ese terror que llega después de que nos desean “buen provecho”.
Ante una mesa decorada con mantel a cuadros y una flor de utilería que surgía, solitaria, de un vaso de boca angosta, tres mujeres miraban con atención –con esa atención que solo consigue la curiosidad– a un punto perdido en el cercano horizonte de la pared de en frente: una pared que yo, tres pasos afuera de aquel restaurante, no alcanzaba a ver.
Eran tres mujeres de treinta y pico, maquilladas con excesos para una fiesta que no hubo: apenas un recreo en medio de la dura jornada de ocho a seis. Un recreo para hablar de la víspera y tal vez del día siguiente. Para soñar un poco y quejarse mucho. Un recreo para almorzar: unas veces lo que prepararon en la mañana, en una carrera contra el tiempo; otras veces el menú corriente de restaurantes como aquel de las flores de plástico, en los que pueden cambiar las lentejas por huevo, el plátano por un trozo de yuca.
Lo único que no pueden cambiar es el canal del televisor que ameniza –¿ameniza?– su almuerzo. Pagaron por un combo con pocas proteínas, muchos carbohidratos y exceso de balas y de corruptos.
Luego supe: eso era lo que miraban: las tragedias de las últimas horas. Al comienzo la pantalla no estaba a mi alcance: mi espectáculo eran ellas. No veía el humo de las explosiones, no veía los muertos, no veía a los ladrones de cuello blanco. Pero en sus caras adivinaba la desazón y el horror.
Un trozo de carne y un herido. Una cucharada de sopa y un pederasta. Una papa criolla y un cargamento de medicamentos adulterados.
Tuvieron que esperar hasta la hora de los deportes para llevar a la boca un merengue diminuto. Lo podían cambiar por un bocadillo veleño. Lo único que no podían cambiar eran las tragedias con las que debía empezar su digestión.
@quirozfquiroz
Fernando Quiroz
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