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El paisaje después de la catástrofe

El poco liderazgo que tenía Enrique Peña Nieto se terminó de esfumar.

En la esquina de mi oficina, un edificio se cae a pedazos. Lo veo desde la ventana: los ladrillos de la fachada se desprenden, uno a uno, con el transcurso de las horas. El pasado martes 19 de septiembre, 15 minutos después de la una de la tarde, empezó a resquebrajarse.
Después de los sismos del 7 y 19 de septiembre –además de las miles de réplicas de cada uno–, el panorama es desolador en la Ciudad de México. La cifra oficial es de casi 400 muertos. Según The New York Times, decenas de edificios colapsaron y más de 3.400 estructuras se dañaron. Esto se puede confirmar con una caminata por algunas colonias de la ciudad: en cada esquina se ven escombros, en la mayoría de muros se perciben grietas.
Gran parte de Oaxaca, Morelos, Puebla, Estado de México y Guerrero está arrasada. No obstante los estudios, parece imposible dimensionar el costo –algunos dicen que serán 48.000 millones de pesos mexicanos– y el tiempo que tomará reconstruir. Más de la mitad de México está en ruinas.

La debilidad de las instituciones y la poca credibilidad del establecimiento quedaron al descubierto de nuevo

El terremoto es el protagonista de las conversaciones en las calles desde hace un mes. Una y otra vez, la gente narra sus historias: quizás es una manera de no lidiar a solas con sus recuerdos traumáticos. Yo tampoco olvido los transformadores de luz que estallaban ni la lluvia de cristales que bañaba el asfalto. Pienso en la señora cubierta de polvo y con los lentes rotos que lloraba histéricamente; en el hombre que intentaba comunicarse con su hijo; en el grupo de modelos brasileñas con maletas que buscaban un taxi hacia el aeropuerto; en el joven que cargaba un gato herido.
No se me borra, sobre todo, la imagen del edificio, en la esquina de las calles Ámsterdam y Laredo, que vi desplomarse con personas dentro. Nada lo puede preparar a uno para vivir un terremoto de estas dimensiones.
Además, esta tragedia es otro lastre a la crisis que arrastra México hace un buen tiempo. La debilidad de las instituciones y la poca credibilidad del establecimiento quedaron al descubierto de nuevo. La respuesta del Gobierno genera sospechas. El poco liderazgo que tenía Enrique Peña Nieto se terminó de esfumar. “Lo dicho: el Presidente es un muñeco de cera, animado desde un teleprómpter, que llama damnificados a los ciudadanos, en tanto los ciudadanos estamos en las calles rescatándonos a nosotros mismos”, escribió Sabina Berman en su columna en el diario El Universal. El movimiento de la tierra también dejó en evidencia la corrupción: personas que se han aprovechado de la desgracia para lucrarse. Estos casos amplifican la impresión de que el país se está derrumbando, no por lo natural sino por la impunidad.
Se ha hablado mucho de la admirable reacción de los mexicanos. Esa respuesta heroica, generosa e incontestable es la que todavía nutre el ánimo. Incluso, algunos han anunciado una redefinición del Estado o un remezón político para las elecciones de 2018. Los temblores podrían haber movido las placas tectónicas de la rancia institucionalidad mexicana. Ojalá ese impulso no sea efímero.
Las labores de demolición ya se iniciaron. Las grúas, las sirenas y las calles acordonadas dan la sensación de un campo después de un bombardeo. La intensidad después del terremoto le ha dado paso al letargo. La catástrofe –como llamamos, en el colmo del antropocentrismo, a estos fenómenos naturales– reveló el poder de la unión ciudadana, pero evidenció la fragilidad de las estructuras sobre la que se sostiene.
Pronto, el edificio en la esquina de mi edificio terminará de agrietarse. La sensación de vulnerabilidad tal vez tarde un poco más en desaparecer. Y quedará una certeza en el aire: en México, tarde o temprano, volverá a temblar.
FELIPE RESTREPO POMBO
* Director de la revista Gatopardo
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