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Los libros patrióticos de Villegas

Sus libros alegran el desorden de apariencia invencible que vivimos y nos concede el privilegio de encontrar en el caos de lágrimas la felicidad que también merecemos.

Eduardo Escobar
Estos días, mientras reordenaba mi biblioteca que estaba pidiendo a gritos un poco de coherencia desde el último trasteo, volví a encontrarme con un montón de libros que había olvidado que tenía o que pensaba perdidos. ‘El libro de Apolonio’ con xilografías de época que me costó un ojo de la cara hace años, ‘Las mil y una noches’ en la versión a veces denigrada de Blasco Ibáñez, tan sabrosa de leer a pesar de la plaga de erratas. Y esa historia de Xochimilco contada por un misionero de la que apenas recuerdo su carátula florida. No pude hallar esos sonetos de Shakespeare que tanto le quise robar a Pedro Alcántara en Cali hace años (y no tuve corazón), y que después compré en una venta de agáchese en una calle de Pereira olorosa a grosellas. Quién se los robaría. Que el bolsillo se le rompa. Y obtenga un buen lugar en el infierno.
Pero sobre todo caí en la cuenta de una cosa mientras reorganizaba esta biblioteca donde vivo, ni pequeña ni grande, justa, de dimensiones humanas, pero bien escogida y sobre todo bien leída. Que así como hay en este mundo muchas personas empeñadas en hacernos más feos, pobres y confusos, también existen las que se encargan de mantener una noción de felicidad sobre la vida en relación con lo placentero, con aquello que vale por sí mismo, por su sola presencia. Son aquellas que en vez de estridular señalan lo bondadoso, las cascadas más ariscas, lo verde vivo, las mariposas, la arquitectura en su evolución y el lujo de las guaduas de las tierras cansadas.
Los editores de libros bellos pertenecen a la clase de gente que construye. Y que saben que a la larga un libro hermoso puede ser más eficaz que la dinamita y la calumnia, que son las locuras de los desesperados y los impacientes. Uno nunca valora suficientemente bien a las personas que tiene cerca. Y a veces cree que las que más importan son las que desordenan la vida con sus estridencias. Los abogados, los litigantes, los estafadores y los cantantes de babosadas efímeras y los políticos. Pero otros hacen el censo de las silenciosas claridades del planeta.
Juntando los libros de Benjamín Villegas que me rodean a la topa tolondra, y no son todos los que quisiera, se me ofrece una versión del paraíso que los colombianos creemos vivir. Y que quizás vivimos sin saber. Lástima ese libro sobre la expedición botánica. Lástima el de las mariposas. Pero las bibliotecas nunca están completas.
Las arquitecturas de la guadua. Las artesanías. Las casonas históricas. Los rostros. Las aldeas. Las ciudades. El catálogo de Villegas testimonia en libros impecables la historia colombiana y los tesoros naturales de un país descarriado en el berenjenal de las ideas descabelladas. No tenemos con qué pagar ese libro de Obregón con tramos que se aproximan a las maravillas de la sicodelia. El de los secretos de voyerista de la divinidad de Hurtado García. El de Ómar Rayo, que es un homenaje al orden y que nos recuerda que el alma es geometría.
A propósito. Obregón era mejor lírico que épico. Su obra no tenía necesidad de ese homenaje al guerrillero heroico. Le quedaban más cerca de la ferocidad de la vida cruda las barracudas que las banderas. Pero todos caímos en la trampa del irritante mensaje revolucionario.
No voy a agotar el catálogo de las valoraciones positivas del país que tenemos y no tenemos según lo hizo Villegas. Solo quería decir que oponiendo las riquezas espirituales que contrastan con el obsceno vómito nacional, su catálogo puede ser explicado como la lucha vetusta del eros con el instinto tanático, que quiere devolvernos al reino de los minerales. Y que sus libros alegran el desorden de apariencia invencible que vivimos y nos concede el privilegio de encontrar en el caos de lágrimas la felicidad que también merecemos.
EDUARDO ESCOBAR
Eduardo Escobar
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