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La revista de la Silva y otras yerbas

El triple número de la Casa Silva está lleno de sorpresas más que instructivas y agradables.

Eduardo Escobar
Ya no sé hace cuánto que no circulaba la revista de la Casa de Poesía Silva, y ya me había cansado de esperarla. La estaba esperando con ansiedad no solo para repasar la charla que ofrecí allá hace tiempos sobre mis primeros contactos con el poema a partir de las oraciones de la infancia, y de las primeras rimas que escuchamos a la hora de dormir cuando la conciencia comenzaba a desplegarse como la pupa. Sino porque casi siempre viene muy sustanciosa.
La semana pasada me avisaron que por fin había salido, y fui a reclamar mi número a las carreras a esa casa de la calle 12 que una vez fue 14, o a la inversa, donde canceló las esperanzas de sus acreedores el pulido suicida José Asunción Silva, uno que se hizo pintar el corazón para no equivocar el blanco. Según dicen todos. Con la sibilina excepción de Enrique Santos Molano. Quien afirma que a Silva no lo mataron las deudas y la lectura de D’Annunzio, sino una pandilla de antioqueños, sus socios en una incipiente fábrica de baldosas que, según Santos, lleva hoy el nombre de Cerámicas Corona. Todo puede ser. Uno queda creyendo de todos modos en la imposibilidad de que en el silencio conventual de ese barrio, en el siglo XIX y en esa pequeña casa, no haya despertado a doña Vicenta un tiro, por más cansada que estuviera.
Pero por este camino emprenderemos una novela policíaca sin fin, cuyo episodio central ocurriría por Puente Aranda y que encontraría unos apartes de interés sobre los vínculos que unían a Silva con Envigado, mi patria chica, por el lado materno. Lo mejor es dejar quieto a Edipo.
Las relaciones de Silva con su madre fueron conflictivas. Tanto que cuando le contaron que su único hijo había aumentado un gramo de peso con la ayuda del revólver de su padre, solo expresó su desprecio: ese zoquete, exclamó. Lo que me hace recordar en contravía las palabras de Stalin al conocer el suicidio frustrado del suyo: ni eso pudo hacer bien, dijo el padrecito fastidiado, pues no lo quería. Pero ese loco nunca pudo querer a nadie. Insensibilizado por las fantasías del materialismo dialéctico, que deshumanizan.
Santos propone en este número de la revista una reflexión que completa su libro sobre el poeta, esa poderosa biografía que es además el fresco de una ciudad miserable en una cima de los Andes, lejos de todo, donde el pobre Silva tuvo el infortunio de nacer, inteligente y buen mozo. Presunción lo llamaban porque no olía a chicha. Y el Casto José porque no andaba por ahí acosando guarichas.
El triple número de la Casa Silva está lleno de sorpresas más que instructivas y agradables. La descripción de las disputas de Neruda con Laureano Gómez, la reseña sobre la poesía política en Colombia, poesía y medicina, la poesía en Proust, en Thomas Mann, en Joyce. Y en Platón. La cosa griega esa inagotable. Esa raíz luminosa que tratamos de extirpar en nosotros hace siglos en vano.
No aguanto las ganas de decir la falta que me hicieron, al salir con mi revista de la Casa Silva, la bella fotografía con gato de Gonzalo Arango por Hernán Díaz y la de Amílcar Osorio, que le hicieron cuando regresó de USA expatriado en un huacal para perros que financió Feliza Bursztyn ante la indolencia de los cónsules, con un cierto aire de morsa.
Me entristeció la incomprensión con el más sensible de los amigos que tuve. Y con el más inteligente. Pero no importa. Fulguran siempre, con foto o sin foto, no solo en mi corazón, entre los personajes más interesantes de la poesía colombiana en el siglo XX. Aún no se sabe bien lo significativos que son en nuestra crónica. Gonzalo con su obra confusa y profusa pero tan intensa e influyente. Y Amílcar Osorio con la suya, tan rara, por lo parca en su contención, en un país verborreico. Pero ya se irá viendo. El tiempo suele ser justo en sus dictámenes.
EDUARDO ESCOBAR
Eduardo Escobar
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