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El Mundial de fútbol

Un alemán llamado Gómez y un ruso llamado Fernandes quizás inauguran una nueva fraternidad global.

Por más que uno se resista acaba avasallado por el insistente alboroto de los medios, y los ecos que corren por las esquinas, las tiendas, los taxis y los supermercados. Uno, como todo el mundo, termina instalado ante el televisor para asistir a los rituales de la religión posmoderna del fútbol, que se ofician a las patadas y devuelven a los seres humanos a las hordas del principio. Himnos. Clamores. Panderetas. Hombres y mujeres con las caras pintadas soplan pitos. Brincan como monos. Bailan como las ranas en los atrios de los estadios.
Como soy en el fondo, y en el subfondo, un ignorante en el asunto, mi participación, según mi extraña índole, bordea la meditación filosófica. Y pienso, los ojos embelesados en la pantalla, que de algún modo el fútbol también educa y nos cura de prejuicios. Me alegra ver a las rubias naciones apoyándose en los negros de sus antiguas colonias, ensalzándolos como a dioses, cuando hace cien años apenas los consideraban buenos para las minas o para llevar un fardo entre un aeropuerto y un hotel. Me resulta estimulante ver a un muchacho muniqués de pelo de paja cubriendo de besos a un muchacho del Congo pasado de melanina, porque puso la sagrada esfera en el fondo de la valla. O hizo el pase que redondeó un triunfo. Un alemán llamado Gómez y un ruso llamado Fernandes quizás inauguran una nueva fraternidad global. Me digo, esperanzado.
Pero lo que sucede en las graderías no es menos intrigante para mí. Asombra ver entre los espectadores hombres hechos y derechos berreando como críos, mordiendo una pobre bandera que de nada tiene la culpa, pisoteando un gorro de papel con ira y volviendo las escleróticas como en una plegaria, convencidos de que San Patricio también pone lo suyo en el cobro de una pena máxima.
Dije que el fútbol devuelve a los seres humanos a la horda, y es cierto. No obstante el esfuerzo civilizador de los misioneros cristianos, los africanos de pronto se bajan de sus corbatas y sus ternos recién estrenados para revestir los plumajes de los abuelos antropófagos. Y baten los tambores de los festines de la manada arcaica. Y muchos hombres del mundo desarrollado, curados de espantos metafísicos y acostumbrados al lujo, llevados por la misma pasión, rescatan sus cuernos vikingos de los roperos y los emblemas de los druidas. Y muestran los dientes espantosos de la prehistoria. Cuando no se habían inventado las letras, se comía la carne cruda, se vivía del saco y no habían conocido la severidad de César los sobrinos de Vercingétorix.
Qué pensaría el tripulante de esos platillos voladores que, según dicen algunos, flotan sobre nosotros calculándonos los hálitos con artilugios sofisticados. De paso por aquí, el oriundo de una Urania hipotética situada en el pasado y en el futuro simultáneamente, porque así funcionan las cosas de la nueva ciencia, tal vez escribiría a sus padres ignotos de grandes orejas (usando rastros de neutrinos encauzados por los intersticios de la materia oscura), calificándonos de absurdos. Tienen ciudades muy lindas pero de cielos tóxicos, irrespirables. Y lo más raro es que mientras muchos mueren de hambre con los huesos cubiertos por las moscas de la hojarasca, otros comen a dos carrillos las empanadas del folclor ruso, en hermosos escenarios diseñados por genios de la ingeniería, y ven cómo persiguen una pequeña esfera dos pandillas de jóvenes millonarios organizados por una gerontocracia de caballeros de industria. A veces, una finta magistral deposita la cosa en una red. Provocando aullidos y convulsiones que hacen temblar las tribunas, y las lágrimas ruedan sobre los disfraces. Al fin queda una montaña de botellas vacías y serpentinas marchitas que pasan a engordar los colosales vertederos de los suburbios o atascan los tractos digestivos de los simpáticos delfines y las lerdas tortugas. Se afaman de racionales. Pero quizás son unas máquinas de elaborar emociones vacías, nada más. Muy lejos aún del despertar a una conciencia objetiva.
EDUARDO ESCOBAR
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