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Servicio público: misión imposible

Esta decisión es similar en naturaleza al célebre caso del exdirector del IDU, Andrés Camargo.

Se repite la historia: el aparato judicial colombiano parece ser eficiente cuando se trata de cometer injusticias. La más reciente víctima es Julieta Naranjo Luján, alcaldesa de la localidad de Usaquén durante la administración de Gustavo Petro y quien, según el Juzgado 12 Penal del circuito de conocimiento (a cargo de la jueza Yenny Patricia García), es culpable en primera instancia del delito de celebración de contratos sin el lleno de requisitos legales. Esta decisión y su justificación son similares en naturaleza al tristemente célebre caso del exdirector del IDU Andrés Camargo y consolidan la insólita doctrina –exclusiva de nuestro país– según la cual un error administrativo conforma un delito que conlleva privación de la libertad.
Desde que conocí a Julieta (quien proviene de una familia bogotana de clase trabajadora) como estudiante de derecho en la Universidad de los Andes, fui testigo de sus notables cualidades personales y profesionales. Desde joven se interesó por el servicio púbico, iniciando su carrera profesional como contratista del IDU en tiempos del primer mandato de Enrique Peñalosa. En el 2012, sin padrinos políticos ni aspiraciones distintas a servir a su comunidad, ganó el concurso de méritos que la hizo alcaldesa de Usaquén, cargo que desempeñó de forma impecable hasta que hubo cambio de mando en el palacio de Liévano.
En ese tiempo, sin pensar que sería algo que cambiaría su vida para siempre, celebró convenios de asociación para adelantar capacitaciones con líderes comunales y para realizar una carrera atlética en el marco de la celebración del cumpleaños de la localidad. Dichos convenios, que suman poco menos de 100 millones de pesos, fueron suscritos con Asojuntas y la Asociación Colombiana de Aventura y Montaña y, según la Fiscalía General, se llevaron a cabo de forma irregular dado que para estos no se aplicaba el régimen especial de contratación amparado en la Ley 489 de 1993.
Siendo esto último algo debatible, lo que resulta absurdo es que, sin haberse generado daño alguno (las actividades contractuales se cumplieron a cabalidad), sin haberse visto afectado el patrimonio público ni existir evidencia de mala fe, premeditación, negligencia o beneficio indebido para los involucrados, la justicia colombiana encuentre culpable de un delito al funcionario que hace las veces de ordenador del gasto. Esto implica ignorar por completo el principio universal del derecho penal, según el cual el dolo o la negligencia demostrada son requisito fundamental para la conformación de un delito.
Para configurar el perfecto coctel de indignación, parece que el mayor pecado de Julieta ha sido su deseo de servir por fuera de padrinazgos políticos que la hubiesen protegido de la mezquina realidad del poder público, basando su estrategia de defensa en dar la cara y luchar prácticamente sola por demostrar su inocencia, sin hacer uso de artimañas procesales. Frente a esto siento el deber moral de pedir cordura y celeridad para las instancias que restan en su proceso, avizorando la terrible injusticia contra una madre cabeza de familia y responsable de dos menores en edad escolar. Ojalá le respeten su libertad mientras logra agotar los recursos que son su derecho constitucional, y ojalá también que los líderes de la administración de la que formó parte se den a la tarea de defender y valorizar a quien les sirvió de forma efectiva y desinteresada.
Termino con un llamado sentido a los jueces de la República: de seguirse ratificando la absurda doctrina que castiga penalmente eventuales errores administrativos, caminaremos inevitablemente hacia la parálisis del Estado, cercenaremos toda pretensión de innovación y ahuyentaremos a profesionales idóneos que verán en el sector público un riesgo para sus carreras, en lugar de una oportunidad de trabajar por una sociedad mejor. Y todo ello sin resolver un ápice el vergonzante problema de la corrupción, que con frecuencia se da en otros niveles y bajo la mirada ausente de los entes de control.
EDUARDO BEHRENTZ
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