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Mocoa no fue un desastre natural

No es natural que en pleno siglo XXI miles de ciudadanos habiten en zonas no aptas para tal uso.

Aún faltan los resultados de investigaciones y análisis rigurosos para entender el conjunto de causas que mató a más de 300 compatriotas en la tragedia ocurrida en la población de Mocoa el pasado 31 de marzo. Sin embargo, me adelanto a manifestar que no podemos catalogar semejante desdicha, ni ahora ni nunca, como un desastre natural.
No es natural que en pleno siglo XXI, y en un país que aspira ser parte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde), centenares de miles de ciudadanos habiten en zonas no aptas para tal uso, poniendo en peligro su patrimonio, su integridad personal y su propia vida. Tampoco es natural que en estas condiciones no existan sistemas de monitoreo y de alertas tempranas que hagan posible un aviso previo, el cual represente unos minutos que marquen la diferencia entre la vida y la muerte.
Asimismo, estimo que no es inteligente ni estratégico que culpemos al cambio climático o a la furia de la naturaleza de nuestra incompetencia al momento de planear los desarrollos urbanos o de las limitaciones en la capacidad institucional de las autoridades ambientales locales, que se ven desbordadas en los esfuerzos para impedir la deforestación o para proteger los cauces naturales y los lugares de desfogue de las corrientes de agua superficial. En tal contexto, los fenómenos globales de afectación del clima se han convertido no en una preocupación que debemos resolver, sino en la excusa perfecta y más frecuentemente utilizada para evadir las responsabilidades que recaen en muchos.

No es inteligente ni estratégico que culpemos al cambio climático o a la furia de la naturaleza de nuestra incompetencia al momento de planear los desarrollos urbanos

Me atrevo a afirmar que en cualquier sociedad desarrollada del mundo, ante un hecho similar al aquí mencionado, estarían buscando sin tregua a los agentes corresponsables de la tragedia. Esto no en un ejercicio de catarsis o de búsqueda de justicia tardía, sino un acto deliberado de identificación de las debilidades del Estado, con el fin de corregirlas e intentar mitigar el impacto de futuros desastres de similar naturaleza. Estos últimos seguirán ocurriendo y, posiblemente, a una tasa mayor a la actual, dado el crecimiento demográfico del país y la tendencia de vivir en centros urbanos.
Tal y como lo describí en una columna previa (EL TIEMPO, 29 de septiembre del 2015), en la teoría de manejo del riesgo se define el concepto de vulnerabilidad como la relación entre la probabilidad de ocurrencia de un evento extremo (pudiendo ser este de carácter fortuito) y la capacidad que tengamos de hacerle frente. Lo primero quizá será algo que debemos negociar con el espíritu de la madre Tierra, pero lo segundo tiene que ver con hechos que son objetivos y que pueden documentarse de forma precisa. Es verdad que no podemos saber si mañana habrá un temblor de grandes proporciones, pero es igualmente cierto que sí tenemos la facultad de conocer qué tan preparados estamos para enfrentarlo. Lo ocurrido en Mocoa, no obstante la respuesta y solidaridad de tantos colombianos, es evidencia de lo mal que estamos como sociedad en esta materia.
Que sea esta tragedia y los mártires que perecieron en ella la motivación que nos hacía falta para involucrar de manera cuidadosa y detallada el manejo del riesgo y la vulnerabilidad en los planes de ordenamiento territorial (POT), que en este momento se conciben a lo largo y ancho de nuestra geografía. Un buen punto de partida lo representa el esfuerzo adelantado por el Departamento Nacional de Planeación en su iniciativa de acompañar a centenares de municipios bajo la bandera del proyecto de POT modernos. El objetivo aquí debería ser que nunca más un colombiano tenga que llevar a su familia a vivir en una ladera propensa al deslizamiento o en una zona de inundación de un río.
EDUARDO BEHRENTZ
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