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De los revólveres a los teléfonos

Vale sugerir autocontrol: si no en razón a los estudios científicos, por lo menos a los modales.

La información sobre el efecto del uso y abuso de teléfonos portátiles es como una montaña rusa en la que el debate sobre mayor o menor peligro para la salud mental y física y sobre si están cambiando fundamentalmente, para bien o para mal, cómo nos comunicamos sube y baja de tono cada vez que un nuevo informe científico captura la atención del público.
No hace mucho, el teléfono móvil no era una posesión obligatoria, y no teníamos que enterarnos de las conversaciones privadas de desconocidos en el bus, en restaurantes, en salas de espera e incluso en la calle.
A veces me siento como en las películas del viejo oeste, donde lo primero que hace el vaquero es poner el revólver a su lado, en la mesa, a la vista de todos, como una amenaza. Es el ritual del hombre y la mujer modernos antes de sentarse: sacar el teléfono del bolso o del bolsillo y ponerlo al frente para estar chequeando compulsivamente la información que llega cada minuto.
Como los revólveres, los portátiles son una amenaza a los buenos modales, a la privacidad, a la comunicación directa y a la salud. En todos sus formatos, como receptores y productores de llamadas, textos, WhatsApp, trinos y demás, los teléfonos alimentan una permanente falta de atención.
¿Ha notado cuánta gente está manipulando su teléfono en el cine, en conferencias, en aulas de estudio, en museos, en fiestas, en el gimnasio, cruzando la calle, conduciendo el auto? Las autoridades deben intervenir con castigos para evitar que la gente tenga accidentes, muchas veces mortales, por usar el teléfono mientras maneja.
Aún más inquietante es que la incivilidad digital, la falta de autocontrol, la desatención y el peligro literal asociados al uso compulsivo de los móviles se extienden a la población menor cada vez más prematuramente.
Todas las civilizaciones tienen sus ritos de paso para marcar el tiempo cuando un niño o niña está entrando a la madurez. El rito de hoy parece ser la propiedad de un teléfono inteligente a edades cada vez menores. Según las encuestas más recientes, la edad promedio para adquirir un teléfono personal varía entre los 10 y los 11 años en Europa, y 7 años en Estados Unidos. Y cuanto más precoz es el uso, más riesgo hay de dependencia. La precocidad telefónica parece estar asociada a un brote de sordera temprana que médicos y científicos comienzan a reportar.
Como tantas otras cosas que los investigadores estudian, el efecto del abuso de teléfonos es otro donde no hay consenso total. Los estudios varían, y ningún científico, hasta ahora, ha dicho que no hay riesgos.
Uno de los ‘flashes’ más recientes se produjo cuando el Programa Nacional de Toxicología de EE. UU. publicó un estudio de varios años que encontró un posible vínculo entre el abuso del teléfono y el cáncer.
Está basado en la observación de ratas expuestas a las mismas señales inalámbricas que emiten nuestros teléfonos celulares, las cuales se volvieron más propensas a desarrollar ciertos tipos de tumores cerebrales y cardíacos.
Igualmente, hay nuevos estudios que relacionan el uso de teléfonos con estrés e insomnio. Pero nada de eso parece preocupar al público. Desde cuando los científicos comenzaron a plantear los riesgos, hace más de una década, el uso de teléfonos celulares se disparó, al punto de que hoy el 90 por ciento de la población tiene y depende de ellos en muchos países.
Esa tendencia no va a cambiar. Imaginar un mundo sin móviles es ciencia ficción. Sin embargo, vale sugerir un poco de autocontrol: si no en razón a los estudios científicos, por lo menos a los buenos modales. Y definitivamente, mucho control sobre cómo y cuánto los usan los niños.
CECILIA RODRÍGUEZ
Luxemburgo
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