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Mejor no saberlo

En Colombia nunca hablamos en forma personal de cómo nos han afectado las guerras que hemos sufrido.

Hay estereotipos como el que dice que los que no conocen su historia están condenados a repetirla. Nosotros hemos repetido el olvido real o simulado de nuestra historia y nuestra biografía. Tenemos un olvido provocado, acordado y manipulado. La desaparición de los cursos de historia en los colegios parece provocada. Nuestros esfuerzos para el olvido son superiores a los de recordar. Siempre han pactado los de arriba, los dueños de la guerra, suponiendo que se sanarían las heridas de los de abajo.
Un día, hace más de veinte años, estaba varado en el aeropuerto de Caracas. El avión que debía traerme a Bogotá no tenía trazas de salir. Tampoco había nadie de la empresa de aviación que diera alguna razón. La pista y los mostradores estaban vacíos. La gente se arremolinaba, gritaba, protestaba sin orden ni dirección. Nada que hacer. Estábamos apresados por compañías aéreas irresponsables.
Me acerqué a un puesto donde había una larga cola para comprar café. En ella me encontré con Ángel, un amigo que había conocido en la universidad y que había dejado de ver por largo tiempo. Habíamos sido de cursos distintos, y yo era mayor que él por dos o tres años. Un poco desesperados por el inconveniente, nos sentamos y tratamos de ponernos al día sobre banalidades.
El tiempo pasaba y los temas sobre lo reciente se iban agotando. Pasamos a comentar la política de esos tiempos. No recuerdo lo que me dio pie para decir, “Me impresiona mucho que con tantas personas y familias afectadas en Colombia nadie habla de la época de la violencia”. No sé si era la situación extraña en la que nos encontrábamos, algo así como “A puerta cerrada”, pero algo motivó a mi a amigo Ángel a hablar sin parar. Me miraba a mí, pero sus ojos parecían ver un mundo pasado, que estaba en el fondo de sí mismo.

Si la historia ocurre la primera vez como tragedia y se repiten como comedia, nosotros siempre la repetimos como tragedia

Me relató sus años de infancia, en la época más cruda de la violencia colombiana, en un pueblo de Tolima. Su familia era de un partido político no afecto al gobierno, minoritario en el pueblo. Recibían amenazas constantes. Disparos frecuentes.
Entierros de varios familiares. Un día pudieron huir, sin nada entre las manos, en medio de peligros, saltando tapias, para buscar abrigo en Bogotá, donde también llegaban miles de desplazados. Tuvieron que empezar una nueva vida. Dificultades, precariedad y llegaban permanentes noticias de familiares y amigos que sufrían persecución y muerte.
El relato de Ángel era seco, duro, que salía de sus entrañas. Sin aspavientos ni melodramas. Era un dolor cierto y, por lo tanto, profundamente conmovedor. Yo no quise interrumpirlo, seguramente no podía, tampoco debía. Ángel habló cerca de dos horas. Al finalizar dijo: “Es impresionante. Yo nunca había hablado de todo eso. Usted tiene razón, tapamos la violencia que hemos sufrido”. Yo recuerdo esa conversación como si hubiéramos estado inmersos en la oscuridad. Era evidente que Ángel había descrito el infierno.
En Colombia nunca hablamos en forma personal, de nuestras experiencias, de cómo nos han afectado las guerras que hemos sufrido. Ni las de las de los Mil Días, ni las de la violencia ni las de la época narco. Tampoco de las épocas recientes de guerra. No hablamos sobre nosotros, sino sobre otros. Son relatos ajenos. La literatura y el arte han hecho esfuerzos para recuperar la memoria. Pero, en gran medida, son la vida de otros. Hablamos de víctimas famosas, de personajes siniestros. Incluso, hay telenovelas con toda la falsedad necesaria para que no nos podamos identificar. Si la historia ocurre la primera vez como tragedia y se repiten como comedia, nosotros siempre la repetimos como tragedia. Por más que nos la quieran convertir en telenovela.
CARLOS CASTILLO CARDONA
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