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Desencanto

Por más que quieran olvidar la violencia en Colombia, esa está ahí. El sufrimiento se hereda, el dolor se transmite y las consecuencias de los horrores sobreviven y pasan de generación en generación.

Hace años vi la película española 'El desencanto', dirigida por Jaime Chávarri, hecha en 1976, un año largo después de la muerte del dictador Francisco Franco. El desencanto es un documental sobre la familia del poeta falangista Leopoldo Panero, muerto en 1962, quien era considerado, por sobradas razones, el poeta del régimen.
En la película se entrevista con rigor y en forma descarnada a la viuda de Leopoldo y a sus tres hijos, Leopoldo María, Juan Luis y Michi, que también fueron poetas por ese extraño razonamiento que hace creer a muchos que el ADN no solo transmite características, rasgos y taras físicas, sino que también es portador de taras sociales, como la literatura y la política.
Las entrevistas muestran tortuosas relaciones familiares, pero en la mente del público, o por lo menos en la mía, queda claro el sentimiento de frustración, que atraviesa todas las secuencias, que queda después de darse cuenta de que el pasado no fue tan brillante. El telón de fondo de la película es la decadencia del régimen franquista, su estructura resquebrajada y la aparición de una democracia que había estado reprimida. Esos personajes, que crecieron bajo la pretensión de la excelencia de la dictadura, viven su fracaso. Incluso, hasta sin darse cuenta del desencanto que padecen.
Es curioso que estos momentos por los que pasa Colombia me hagan pensar en esa película. ¿Qué pensamos el día después del plebiscito? Creo que todos los colombianos, hasta los que se habían mostrado indiferentes, dieron un vuelco en la manera de ver a su país y a sus compatriotas. La sorpresa de ganar para unos y de perder para otros no fue un hecho intrascendente. Hay días en que se nos cambia el mundo y la manera de vivir.
Hemos tenido, dice la gente, 52 años de guerra. Mentira. Son más años. Por más que quieran olvidar la violencia en Colombia, esa está ahí. Y está en la mente de los ancianos que la vivieron, pero está en las cabezas de los hijos y de los nietos de los que la sufrieron. Y no es por ADN. Es porque el sufrimiento sí se hereda, el dolor se transmite y las consecuencias de los horrores sobreviven y pasan de generación en generación. Y eso pasará a los que más han sufrido la guerra de estos cinco decenios.
Y todas esas consecuencias dolorosas que perduren serán más graves y profundas de lo que pudo haber sido un voto por el acuerdo de paz. Finalmente, eso lo saben los que pensaron votar por una esperanza, por una puerta abierta, por el comienzo del camino de la paz. No lo sabían los que votaban por una corriente ideológica o por unos puntos de acuerdo o por una falsa creencia. Muchos votaron en favor de un grupo social que ni siquiera era el suyo o por un odio o un resentimiento o una falsa creencia. Pocos debieron de votar por Colombia.
Creo que todos deberán tomar nota del momento en que supieron que habían ganado o perdido en el plebiscito. Regístrenlo. Del mismo modo que se acuerdan de las circunstancias en que se encontraban cuando supieron de la muerte de Gaitán o de Kennedy o de Galán o de Pablo Escobar. Y menciono esos días de magnicidio, porque, para mí, el perder el plebiscito fue equivalente a una masacre. Se mataron las esperanzas y las ilusiones. Pienso en cuánto nos va a costar tener la posibilidad de llegar a abrirle una puerta, una rendija a la paz.
El que haya ganado o perdido en la votación supo que ese día fue el día del desencanto. Se cayó el andamio. No se aclaró nada. El país siguió enfrentado, mitad contra mitad. Víctima de la desinformación. Cada cual volvió a su amargura. Como si nada hubiéramos aprendido. Nos toca recuperar la ilusión. Ojalá alguien supiera cómo. Ojalá lo hubiéramos pensado antes.
Carlos Castillo Cardona
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