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Derrumbe en Laval (para Héctor Abad Faciolince)

Creo en tus palabras, lo que sueñas y esperas del país; no obstante, la realidad del proceso es otra

Ha pasado ya casi un mes. Las gratas sensaciones del momento –por lo menos– adquieren un aspecto más estructurado para ser dibujadas en estas líneas; mas, antes de comenzar, quiero ubicar un poco a los lectores: Laval es una ciudad a una hora en tren de París en la región de La Mayenne y allí llegué después de París con más vacilaciones que respuestas sobre mi vida personal y profesional. Mis días parecían sentenciados a la fantasmagórica rutina de un interrogatorio mental sobre mi futuro en una espiral de tiempo sin saetas para confabular con un tedio decidido a deprimirme, frustrarme y silenciarme.
Dios y mi terquedad –más que la voluntad– fueron los salvavidas definitivos para aquellos días. Luego, Laval, al igual que París, también se transformó en un lejano pretérito de esfuerzos y vicisitudes que hoy sostengo sin vergüenzas porque fortificaron mi espíritu. Y de qué forma…
Pero Laval –seis años después– me citó de nuevo, ya no como ayudante de cocina ni como barman de algún cafetín o, después, como un soso profesor sin mucha experiencia ante alumnos que tenían casi mi misma edad. La cita, pienso, era para ponerle bálsamo a la ciudad con todos sus recuerdos, y es por eso que cuando fue mi primer turno de hablar la voz se me rompió, Héctor. No sé si de eso te diste cuenta, pero sí lo sintieron quienes en Laval me vieron haciendo todo tipo de oficios en aquellos años. La ciudad se ponía en paz conmigo y yo se lo agradecía todo a ella.
Héctor, conozco nuestras ‘diferencias’ políticas, y por eso tenía mis propios temores desde que supe que estábamos invitados a la misma mesa redonda en la cual hablaríamos de literatura colombiana; por fortuna, ¡solo de eso hablamos! La política y el proceso de paz pasaron a un segundo plano. Luego, llegó ese momento en el cual mis preconcebidas ideas (por aquello de la política) se vinieron al suelo, ¡se derrumbaron! Después de la conferencia te presenté a mi hija y percibí rápidamente al hombre que –creo– ya desea otorgar amor sin responsabilidades ni horarios con voz de mando; es decir, ¡alguien a quien ya le encantaría ser abuelo, ya se siente preparado para eso y tiene el tiempo para serlo!
Más tarde, en la cena, a nuestras siniestras y respectivas latitudes en la mesa, sí fuimos mudos testigos de una leve escaramuza de antagónicas visiones políticas. Nosotros, por el contrario –así lo deduje–, preferimos seguir disfrutando del vino y la cena en un silencio que todo lo abarcó, lo supo, lo entendió y fue capaz de explicarlo.
El domingo, en tu café literario ‘Palabras para la paz’ (‘Des mots pour la paix’) –aunque pareció ser más la ‘guerra’ de las campanas que sonaron sin tregua casi por veinte minutos–, pude apreciar mejor tu concepto del perdón desde tus propias experiencias personales y familiares; luego, planteaste la idea de “hacer la paz desde la escritura como un proceso sanador, como una experiencia que todo lo puede llevar a la palabra escrita para los demás”. Sin duda, un concepto muy altruista y pacifista desde cualquier óptica que pondría a soñar al más pesimista. Me incluyo.
Tampoco pongo en duda tu alegoría sobre el proceso, manifestada personalmente para estas líneas, de “ir sacando del infierno pedacitos de Colombia para poder pensar en los problemas del purgatorio, que es donde realmente vivimos, algo que nos permitirá ocuparnos de problemas básicos como alimentación, salud, educación y delincuencia común”, algo que yo también quisiera creer profundamente.
Ahora bien, Héctor… creo en tus palabras, lo que sueñas y esperas del país; no obstante, la realidad del proceso de mano del actual Presidente –para mí– va muy por debajo de la idealidad dibujada por él; estamos al otro extremo de la preciosidad edénica con la cual Santos ha pretendido dibujar todo ante la comunidad internacional y también hemos sido testigos de sus reculadas: renunciaría en caso de perder el plebiscito, lo perdió, se despilfarró una fortuna en publicidad que no era necesario porque el resultado final de todas formas se impondría sin ningún decoro simplemente para hinchar vanidades y gobernar contra Uribe, como si Uribe fuera un país entero.
Estamos siendo testigos directos de un gobernante que afirma que la culpa la tenemos los periodistas y se enoja con la prensa nacional –como ocurrió en la rueda de prensa por el Nobel y la periodista Karla Arcila–, pero calla ante lo publicado por la prensa internacional, como en el caso de ABC de España, los primeros en poner en entredicho el premio. Y todo esto, Héctor, mientras la guerrilla se burla de la dignidad de un país y ponen sal en la herida de las víctimas sin ningún ápice de arrepentimiento, pero son los primeros en rasgarse las vestiduras cuando no son ellos los beneficiados; cuando sus desvalorizadas y cínicas declaraciones se caen por su propio peso y la justicia –vital para el equilibrio de cualquier sociedad que se ufane de ser democrática– brilla por su absoluta ausencia.
Por último, Héctor, déjame citar a Ricardo Silva con una de sus mejores declaraciones personales: “Yo no voy a perder ningún amigo por ningún político de estos…”, y lo cito esperando que mi último párrafo no modifique percepciones personales y futuras tertulias literarias porque, para mí, en Laval, todo fue de un total agrado cuando nos apartamos de la política y nos dimos cuenta de que somos hinchas del DIM.
P. S.: ¿Qué tal que Uribe hubiera pasado por encima del resultado de algún plebiscito?
ANDRÉS CANDELA
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