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La Constitución y el blindaje judicial

Hoy el país advierte cómo los jueces se blindan con fallos como el de la Corte Constitucional.

El expresidente Alfonso López Pumarejo solía definir el talante del colombiano con la sentencia “ya que esta fiesta está tan buena, vámonos para otra parte”, la cual nos retrata como personas inestables, improvisadoras, que no reconocemos ni valoramos el alcance de ciertos logros institucionales, y siempre estamos en trance de innovadores no creativos, pues nos encanta importar lo que conceptualmente se practica en otras latitudes.
El caso más notable fue el de la Constitución de 1886, uno de los mayores emblemas de creatividad y talento nacionales que le puso fin al desorden del sistema federal de gobierno entonces vigente, en el que cada estado tenía sus propias reglas y tributos y, por supuesto, sus propios ejércitos que se la pasaban en guerra, lo cual nos hizo perder en términos de desarrollo, prácticamente, el primer siglo de nuestra independencia de la colonia española.
Muchos colombianos no saben –sobre todo ahora que la asignatura de historia ha desaparecido del pénsum escolar– que esa Constitución permitió la unificación del país bajo el sabio apotegma “centralización política y descentralización administrativa” y que, durante sus primeros años de vigencia, se desarrolló, en 1913, la figura de “la acción pública de inconstitucionalidad”, la cual, según el doctor López Michelsen, fue un avance revolucionario que pocas constituciones del mundo tenían en la época y que ha sido el antecedente de la tutela que algunos creen que solo fue producto de la Constitución de 1991.

Fue necesario que sucediera el magnicidio de Luis Carlos Galán para que nuestros magistrados   aceptaran la decisión más política que jurídica de escrutar la famosa ‘séptima papeleta’.

Recientemente, nuestros tecnócratas han puesto en práctica la llamada “regla fiscal”, como si fuera una creación novedosa de disciplina fiscal, pero ignoran que a fines del siglo XIX un estadista excepcional, Rafael Núñez, cuando todavía no existía la macroeconomía ni se sabía de la inflación, aplicó un criterio de manejo presupuestal fijando como techo doce millones, es decir que ese era el límite de gasto que la situación económica de la época podría sobrellevar. Por supuesto, esta no era una cifra mágica sino el producto de todo lo que Núñez había observado y discutido con los grandes economistas de la época en Inglaterra, país en el cual pasó varios de sus mejores años. Eso, que fue un avance extraordinario para la Colombia de entonces, la pasión política y la malquerencia de sus contradictores trataron de desconceptuarlo con el término “dogma de los doce millones”.
Terminada la época de la llamada “hegemonía conservadora” con el triunfo de Enrique Olaya Herrera, en 1930, dicho presidente gobernó con dicha Constitución y solo en el siguiente período de la “revolución en marcha”, de Alfonso López Pumarejo, 1934-1938, se plantearon reformas y algunos entusiastas y beligerantes mencionaron la necesidad de una nueva constitución, pero la llamada “conciencia jurídica” de la Colombia de entonces, Darío Echandía, dijo que solo era necesario “quebrarle algunas vértebras”. Esa estabilidad institucional colombiana se mantuvo en las nuevas reformas de 1945, el plebiscito de 1957 y en la de 1968, en cuyo preámbulo se declaró específicamente que “la Constitución Política de Colombia es la de 1886 con las reformas de 1936, 1945, 1957 y 1968”.
Es importante destacar que, como fruto del plebiscito de 1957 y en aras de fortalecer la paz política pactada como consecuencia del pacto del Frente Nacional, se acordó que los cargos de las altas cortes serían vitalicios, pero paritarios en términos partidistas. Aquí apareció el primer elemento de contaminación política de la justicia, pues en vez de que se practicara justicia en ambientes tranquilos, libres de la presión burocrática, apareció una estructura perversa y de facto de la organización judicial colombiana, en la que cada uno de los magistrados de la cúpula era el dueño de una cuota de cargos hacia abajo, hasta llegar a los jueces de base, fenómeno que fue llamado el “clientelismo judicial”.
Con esa realidad convivió el país durante los 16 años del Frente Nacional y, al término de aquel, gobernantes como López Michelsen le hicieron la propuesta al país de convocar una asamblea constitucional restringida a los temas de la justicia y el reordenamiento del sistema territorial, la cual, aprobada por el Congreso, fue negada por la Corte Suprema.
En el siguiente gobierno, de Julio César Turbay, se aprobó una nueva reforma constitucional, con un mayor apoyo partidista y de opinión nacional, la cual también fue negada por la Corte de entonces por asuntos de forma, decisión que dejó al país perplejo por cuanto habíamos llegado a una especie de “callejón sin salida”, que algunos llamaban el gobierno de los jueces.
Los siguientes gobiernos –de Betancur y de Barco– hicieron ingentes esfuerzos para avanzar en la materia, pero la rigidez sistémica sobreviviente del plebiscito de 1957 era como una coraza detrás de la cual se agazapaba el poder de los jueces. Fue necesario que sucediera el magnicidio de Luis Carlos Galán para que nuestros magistrados se vieran abocados a adoptar una decisión extraordinaria, derivada de la conmoción de orden público que ello provocó, y aceptaran la decisión más política que jurídica de escrutar la famosa ‘séptima papeleta’, la cual dio origen a todo el proceso que desembocó en la Constitución de 1991.
Hoy el país advierte cómo, en medio de grandes escándalos judiciales, los jueces se blindan con fallos como el de la Corte Constitucional, que dice que solo mediante una constituyente se podría reformar la justicia y, mientras tanto, ad portas de un nuevo gobierno, los jueces producen actos que enrarecen el ambiente y que podrían ser perturbadores de las propuestas que el país espera en la materia.
AMADEO RODRÍGUEZ CASTILLA
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