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Incómoda y prometedora

El pilar central de los acuerdos de La Habana perturba a más de uno, pero es el mejor camino a la reconciliación.

El único final ‘perfecto’ de una guerra es la victoria.
Perfecto, claro, para el vencedor. Los perdedores van a prisión; los ganadores imponen sus condiciones y su narrativa triunfal.
Ese no es el caso de Colombia. Aquí nadie ganó, y los contendientes entendieron que la salida menos costosa y que salvaría más vidas era negociar.
Eso hicieron en 51 meses. Resultado: el Acuerdo Final que se firma el 26 en Cartagena y que ha despertado uno de los debates más intensos. El 2 de octubre, el país –o más bien, la mitad del electorado activo, mayoritariamente urbano– dirá si quiere o no ese final de la guerra –que ha asolado principalmente al mundo rural–.
Los finales negociados se saldan con un trato. Que supone (obviamente) concesiones. Como las hechas por las partes en La Habana: reformas del agro, de la política y de la estrategia antidrogas, a cambio de la renuncia a la lucha armada y del respeto de los rebeldes al Estado de derecho que querían derrocar. Garantías de reincorporación, de seguridad y participación en política, a cambio de jugar en democracia.
Esos tratos se acompañan de decisiones sobre qué hacer con los crímenes cometidos por todos los bandos. Antes se pasaba la página con amnistías. Hoy, eso se ha vuelto inadmisible. Y se recurre a una justicia especial.
La justicia transicional es una mesa de cuatro patas –conocer la verdad de lo ocurrido, aplicar una dosis de justicia, otra de reparación de las víctimas y garantizar no repetir el horror–, que cada sociedad equilibra de forma distinta.
El proceso colombiano puso la verdad como pilar de lo acordado. Habrá verdad no judicial, con una comisión para esclarecer lo que pasó, cómo y por qué pasó, y las responsabilidades colectivas. Habrá verdad sobre los desaparecidos, con una unidad que los buscará, identificará y entregará a sus familias. Y habrá verdad judicial y responsabilidades individuales.
Se libran de cárcel y participan en política solo los responsables de crímenes graves que cuenten –ante un tribunal de justicia– la verdad de lo que hicieron. La verdad no exime de castigo: miembros de las Farc, agentes del Estado y terceros civiles recibirán una sanción judicial, tendrán restricción de movimientos por unos años y deberán hacer actividades de reparación de las víctimas. Quien no cuente la verdad irá preso.
La verdad es incómoda para los protagonistas del conflicto porque confronta las narrativas heroicas con las que se justificaron. Es inusual que guerrilla y Estado acuerden contarla. Y aún más, hacerlo ante la justicia. La verdad asusta a los que permanecen en la sombra, porque puede sacarlos a la luz.
La verdad perturba a parte de la sociedad urbana, que por años ha vivido el conflicto por control remoto, consumiendo las narrativas dominantes que lo avalaron.
Pero la verdad no es solo incómoda.
Colombia verá escenas insólitas: un jefe guerrillero relatar a un juez lo que fue la política de secuestro de las Farc; algún general explicar cómo se hicieron los ‘falsos positivos’; empresarios o políticos de alto nivel contar la génesis del paramilitarismo.
Administrada con sabiduría, la verdad cierra heridas. Saber que todos hicieron de todo contribuye a derruir las narrativas y los imaginarios con los que se justificó la confrontación. Ofrece beneficios judiciales a quienes han ocultado su papel para que salgan a contarlo. Y puede tener un efecto catártico en la sociedad.
La verdad –la de todos, no la de unos contra otros– puede lograr lo más difícil: pasar del lenguaje del odio, que justifica negar y eliminar al enemigo, al de la comprensión, que contribuye a entender, respetar y convivir con el adversario.
* * * *
Incómoda pero prometedora, la verdad que está en el centro de los acuerdos de La Habana es la gran oportunidad de Colombia.
Álvaro Sierra Restrepo
cortapalo@gmail.com
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