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El indispensable viaje al pasado

Berlín tiene docenas de sitios que recuerdan tanto lo que hicieron los nazis como los comunistas.

Colombia está en riesgo de que se abra una guerra por la memoria. Una amarga continuación de la confrontación armada por medios narrativos, que podría seguir atizando el odio y sus justificaciones. Pero hay antídoto: la memoria misma.
Un viaje colectivo de los 45 millones de colombianos a Berlín les permitiría constatar, como si pasearan por un vasto museo del horror, cómo hacer que la memoria, en lugar de instrumento de venganza, se convierta en herramienta de reconciliación y aliada de la construcción de paz.
Berlín tiene docenas de sitios que recuerdan tanto lo que hicieron los nazis como los comunistas. Desde miles de pequeñas placas doradas sembradas en el pavimento en los andenes para indicar donde vivían familias judías, hasta grandes museos conmemorativos. Hay dos lugares de una potencia especial: el campo de concentración de Sachsenhausen, reconstruido como museo en las afueras de Berlín, y el complejo de la sede de la Stasi, que alberga el archivo de la policía secreta de la Alemania comunista, y su cárcel aledaña en Berlín oriental.
En ambos lugares no solo están preservados los espacios físicos y los útiles del sufrimiento infligido. La reconstrucción de la minuciosa perversidad, de la sicología y la racionalidad con las que se cometieron los crímenes devuelve al espectador a los horrores de hace décadas en esos lugares e inspira de manera poderosa, escalofriante, en cada corazón y cada mente que los visita, la imperiosa convicción de que algo así no puede repetirse nunca más.
Las distancias entre Colombia y Alemania son obvias. Además de abismos en igualdad y prosperidad, una gran diferencia es que la memoria alemana se construyó sobre la victoria total de un bando. De la derrota del nazismo y de la reunificación luego del derrumbe de la Alemania comunista, surgió una narrativa: antifascista, anticomunista, defensora de la democracia y dedicada a recordar de forma sistemática los crímenes cometidos por los nazis y por el régimen de la RDA.
La memoria colombiana, en cambio, es la de un empate, desigual, pero en el que las partes aceptaron la imposibilidad de la derrota final del contrario. Eso hace más difíciles la construcción de interpretaciones comunes del pasado, el reconocimiento de lo que pasó y su apropiación masiva por la sociedad. Compiten las verdades ‘heroicas’ de los militares, el Estado y las Farc, la verdad punitiva de la oposición, las voces y demandas de las víctimas. De allí el riesgo de que terminen enfrentadas. Pero, también, las posibilidades de convivencia pacífica en la pluralidad.
¿Tendrá lo acordado entre el Gobierno y las Farc –con su Jurisdicción Especial de Paz, su Comisión de Esclarecimiento, su decisión de buscar los desaparecidos y reparar a las víctimas– la capacidad de producir una catarsis nacional sobre lo ocurrido? Sobre lo que todos –todos– hicieron. ¿Llegarán los perpetradores –todos– a la convicción estratégica de que reconocerlo y pedir perdón es esencial para convivir en paz?
Serán capaces los militares de contribuir a que se haga un museo en las caballerizas de Usaquén, donde, según la evidencia, la tortura se practicó casi que pública y oficialmente? ¿Aceptarán las Farc un museo de las jaulas de malla y madera en las que retuvieron por años a policías y soldados en la selva? ¿Se podrán reconstruir los hornos donde los paramilitares incineraban a sus víctimas, o convertir en museos el edificio del DAS, la iglesia de Bojayá y tantos otros lugares?
* * * *
No se trata de copiar a Berlín. Pero lo hecho por los alemanes no está de más por estos lares. Para que el resultado final del proceso sea la convivencia y la inadmisibilidad absoluta en la sociedad de que los horrores se repitan, es indispensable este duro y complejo viaje al pasado.
ÁLVARO SIERRA RESTREPO
cortapalo@gmail.com
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