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El oficio de injuriar

Los insultos y las mentiras son el medio más eficaz para detectar el nivel cultural del falseador.

El diccionario que autoidentifica al expresidente Uribe Vélez y a su grupo social y político es de los más ultrajantes y difamatorios que se le conozcan a un dirigente.
Su origen puede estar en la circunstancia de que en la política del Centro Democrático los esquemas cognitivos de cada generación (y estrato) son el producto de sus relaciones constantes con una realidad violenta y una tradición ‘insultativa’, obstruccionista y provocadora. Esa violencia, que en ciencias sociales suele denominarse simbólica, constituye una segunda naturaleza en los dirigentes uribistas y es la antesala de la violencia física.
Ciertos sectores ‒los más dominantes por cierto‒, cuyo poder, a su vez, está marcado por su posición estratégica en el espacio social de referencia, se singularizan porque entre ellos abunda el gamonal político, personaje caracterizado por su deficiente formación intelectual que, en la medida en que asciende en la pirámide social, incrementa su capacidad de intimidación e impone sus decisiones de modo unilateral.
Son situaciones sociales desiguales que entrañan procesos de dominación y censura estructural de unos discursos sobre otros. Mucho de eso nos explicó en su luminoso estudio antropológico la investigadora Virginia Gutiérrez de Pineda sobre ciertos actores de la sociedad paisa, en libros como ‘El gamín, su albergue social y su familia’, que complementa su obra cumbre ‘Familia y cultura en Colombia’.

El discurso, por tanto, lejos de cualquier código formal, lleva la marca social –el poder y el valor– de la situación en que se ha producido

En el centro de este análisis advertimos que los insultos de una persona caracterizan su habla (su pensamiento y su argumentación) y, sin duda, un conjunto de relaciones de fuerza y dominación. Los insultos y las mentiras son el medio más eficaz para detectar el origen y el nivel cultural del insultante y del falseador, tanto como el específico lugar que ocupa el análisis de los discursos en la práctica sociológica.
Aquellas personas que usan ordinariamente un lenguaje soez en forma de ‘habitus’ preconscientes tienen un problema originado en el déficit de recursos lingüísticos (y de afectos primarios), lo que les impide mejorar su coordinación sináptica ‒el hermoso caos de luces y energía que se genera dentro del cerebro humano‒ para responder a las demandas de conocimiento.
Cuando no hay una base de saberes conscientes y fundamentados (experiencia), a la mente vacía –o a medio llenar– del individuo, acuden en tropel expresiones inapropiadas, generalmente desafiantes u ofensivas, pulsiones destructivas, muchas veces por la vía de la polémica abrupta e individualizada. El discurso, por tanto, lejos de cualquier código formal, lleva la marca social –el poder y el valor– de la situación en que se ha producido.
Al no hallar respuestas rápidas y precisas, les ocurre como a los niños que buscan el meollo de una esfera: cuando no lo encuentran, entran en crisis y la golpean violentamente hasta destruirla. Estos niños, privados de los afectos maternos, desarrollan una personalidad psicópata.
Cuando Uribe Vélez amenazó al joven fotógrafo Fernando Herrera Zuluaga (9 de diciembre del 2007), hombre callado y afable, con la expresión que solo usan los ñeros del ‘Bronx’: “Si lo encuentro, le doy en la cara, ¡marica!” (ver: https://www.youtube.com/watch?v=mOETa1OssOc), años después de liarse a golpes con el dirigente paisa Fabio Valencia Cossio, en ninguna parte del mundo asociaron la fuerte imprecación a todo un presidente de la república ni mucho menos al lenguaje de un colombiano, puesto que, según los especialistas, aquí hablamos el español más correcto y elegante del mundo hispanoparlante.
Esa permanente furia de Uribe Vélez (en la que no media ningún análisis) contra los estudiantes, los trabajadores, los intelectuales, los chocoanos y, en general, contra la gente más democrática, el proceso de paz y el presidente Santos proviene no solo del capital cultural heredado, sino de la falta de capital cultural democráticamente construido. Esta circunstancia condiciona su comportamiento social y le aporta una mezcla de temas poco propicios para el debate intelectual sosegado.
Pero Uribe no solo es un dirigente intemperante y malhablado, como acaba de quedar palmariamente demostrado con la mala fe de su intervención en Grecia, en una conferencia en la que tergiversó groseramente y falseó sin respeto alguno la dignidad de los colombianos, las estadísticas del país y sus indicadores sociales. Como si fuera poco, desfiguró el proceso de implementación de los acuerdos de La Habana, ya verificados por la ONU, lo que por fortuna nuestro embajador en Londres, Néstor Osorio, rebatió con singular elegancia y seriedad.
ALPHER ROJAS
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