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La participación en política

Entre las normas de ahora sobre el estatuto de la oposición se podría, de una vez por todas, acabar con la farsa.

En 1970 se adelantaba la intensa campaña presidencial que enfrentaba al candidato del Frente Nacional, Misael Pastrana Borrero, con el rehabilitado general Rojas Pinilla, que arrollaba con un movimiento populista.
Aún hoy, y sobre todo después del libro de Carlos Augusto Noriega, ministro de Gobierno de entonces, hay quienes sostienen la tesis del fraude en ese 19 de abril de 1970, que, por lo demás, dio lugar al surgimiento del M-19, movimiento guerrillero con el eslogan ‘Con el pueblo, con María Eugenia Rojas y con las armas, al poder’.
En el fragor del debate, y ante lo que parecía el inevitable triunfo del reencauchado general con sus huestes de la Anapo, el presidente Lleras Restrepo pronunció un encendido discurso en el que recordaba el asesinato de civiles, incluidos niños, durante una incursión militar en el municipio tolimense de Villarrica. El procurador de entonces, Mario Aramburo, en un episodio que con la historia se ve sobredimensionado, le llamó la atención al Presidente con la presentación simultánea de una renuncia protocolaria que, obviamente, no fue aceptada.
Habría que precisar que el Procurador, ni entonces ni ahora, podía investigar disciplinariamente al primer magistrado, y que, por lo tanto, se trataba de una simple advertencia. Al renunciante procurador apenas le faltaban dos meses para terminar su mandato, que, en términos de la Constitución de 1886, se ejercía “bajo la suprema dirección del Gobierno”.
En un país en donde, no obstante los avances significativos en la carrera administrativa, se nombra y desnombra a los servidores públicos por razones políticas, resulta un poco risible que se les prohíba, genéricamente, intervenir en debates políticos.
De pronto pasan casos como el de un gobernador del Valle destituido porque permitió que en una reunión de alcaldes participara fugazmente Andrés Felipe Arias, entonces precandidato presidencial; u otros, como la suspensión de un embajador en Quito por el procurador Bernal Cuéllar, con el argumento de que desde allí podía hacerle campaña al candidato Horacio Serpa...
Vienen a mi memoria estos hechos con ocasión de la clara directiva del nuevo procurador, Fernando Carrillo Flórez, en el sentido de recordar las normas formalmente vigentes que prohíben a los ministros del despacho inmiscuirse en asuntos puramente electorales.
El Procurador, quien ya está actuando con eficacia en distintas direcciones, tiene toda la razón. Hay altos funcionarios que han comenzado a desafiarlo abiertamente al emitir, en intervenciones públicas, opiniones que más tienen que ver con elecciones que con asuntos propios de sus carteras.
El país debe algún día tomar decisiones de fondo sobre el tema. O se levanta la prohibición o se sanciona realmente su incumplimiento. En sentido estricto, todos los funcionarios de alto nivel, empezando por el Presidente, hacen y deben hacer política, si por tal se entiende la defensa de las acciones y programas de gobierno.
Los ministros además, por definición constitucional, son funcionarios políticos. La frontera es, sin embargo, tenue. ¿Cuando un ministro habla de sus logros actúa como agente del Presidente o en propia representación, pensando en cercanas elecciones? Hay que admitir que desde 1957 hasta hoy se ha ido desdibujando el concepto mismo de ‘intervención en política’. Ya no rige para todos los empleados públicos. Recientemente, la ley estatutaria del plebiscito autorizó a todos los empleados, desde el Presidente hacia abajo, a hacer campaña a favor o en contra del plebiscito para la paz.
Entre las normas de ahora sobre el estatuto de la oposición se podría, de una vez por todas, acabar con la farsa. Es mejor admitir que se haga abiertamente política, como pasa en otros países, sin la hipocresía de la prohibición.
La frontera debe estar siempre en el abuso de autoridad o de los recursos públicos. Mientras eso no se haga, el procurador Carrillo no tiene salida distinta a aplicar estrictamente la Constitución y, después de su advertencia, a no dejarse acariciar las barbas.
Alfonso Gómez Méndez
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