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¿Democracia en crisis?

¿Tiene sentido seguir buscando opciones como la constituyente o la más descabellada de los 'cabildos abiertos', en una sociedad con tan bajos índices de participación, si de lo que se trata es de buscar legitimación 'popular'?

Recientes hechos, ocurridos en el Reino Unido, Colombia y los Estados Unidos obligan preguntarse si la democracia está en crisis, o si persiste tal como la concibieron los padres fundadores, los revolucionarios franceses, los héroes de nuestra independencia y como la entenderían los politólogos en todo el mundo.
Su definición clásica –“el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”– se ideó al convocar a los ciudadanos por medio de elecciones libres precedidas de amplio proceso formativo, con partidos políticos claramente definidos y con distintas concepciones sobre el Estado y la sociedad.
El primer factor que debilita esa definición clásica es la ausencia de participación: aquí ya se acepta como ‘normal’ que a las elecciones acuda, a lo sumo, la mitad de la población habilitada para hacerlo, hecho que de suyo altera en su esencia el concepto de democracia y que, repetido, termina vacío de contenido.
Un futuro analista político no entenderá que nuestra actual Constitución, presentada como expresión máxima del consenso nacional, la expidió una constituyente integrada con abstención superior al 70 por ciento. Y menos que en hecho crucial para la Nación como decidir entre la guerra y la paz solo participara el 35 % del censo electoral, como ocurrió el pasado 2 de octubre en el plebiscito. ¿Tiene sentido, entonces, seguir buscando opciones como la constituyente o la más descabellada de los ‘cabildos abiertos’, en una sociedad con tan bajos índices de participación, si de lo que se trata es de buscar legitimación ‘popular’? La democracia tiene sentido, además, cuando el ciudadano vota conscientemente. Democracia y clientelismo o compra de votos son conceptos contradictorios.
Pero ¿cómo puede hablarse de democracia abierta si los medios no quieren o no pueden informar de manera veraz y oportuna? ¿Hemos reflexionado sobre múltiples factores –económicos, sociales, personales y aun afectivos– que hacen parcial la información? ¿Por qué antes de 24 horas muchos británicos se arrepintieron del voto emocional contra la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea? ¿Por qué en Colombia, solo en cuestión de horas, amigos y contradictores de los acuerdos de La Habana buscaron consenso para facilitar la paz? ¿Por qué no lo hicieron antes? ¿Por qué ahora en toda la Unión Americana hay manifestaciones contra la elección de Trump, quien no ocultó sus extravagantes ideas durante la campaña?
En los tres casos, los medios formales de comunicación y numerosos columnistas expresaron opinión distinta frente a lo que realmente ocurrió. ¿Están los pueblos desinformados? ¿Cuánto pesan los intereses de los conglomerados? ¿Se puede estar dando una paradoja de que a más información, menos formación política? ¿La información es inadecuada o está contaminada?
Otro fenómeno que puede explicar lo ocurrido y lo que puede pasar hacia el futuro es el desprecio del ciudadano por los partidos políticos, algo que no debe alegrarnos, pero sí llevar a los líderes del mundo a profundas reflexiones.
En un país con sólida democracia bipartidista, el Trump que casi todos descalificaron llegó a la Presidencia, a pesar de los líderes históricos de su propio partido. Después de mirar a Trump como Lucifer, muchos comienzan a retroceder: Obama, antes pródigo en descalificaciones –payaso, misógino, racista, guerrerista–, al finalizar la primera reunión de empalme se refirió a él como a una “buena persona”.
El presidente Santos conoce mejor la política inglesa. Pero dicen que su libro de cabecera es Teams of Rivals, de Doris Kearns Goodwin, que sugiere que, como Lincoln y el propio Roosevelt, es mejor gobernar con los enemigos. Él lo ha aplicado bien, y sus antiguos rivales –que no siempre usaron las más leales armas– son hoy sus mejores incondicionales escuderos.
De pronto, en este revoltijo Trump aprende política a la colombiana, integra a su gabinete a la acongojada Hillary, al propio Clinton, y convierte a Obama y a su carismática esposa en sus mejores asesores. Todo es posible en esta crisis de la democracia y la política.
Alfonso Gómez Méndez
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