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La cruz y el balón

Lo importante es que la pasión se controle para unir personas, porque también las elimina.

Después de ese cabezazo al piso de Yerry Mina contra Senegal, no pude evitar llorar. Y a mi lado, una mujer rusa y un señor de Medellín, también lo hicieron. Hacía mucho no lloraba bonito; hacía mucho no abrazaba a un desconocido.
Unos meses antes también había tenido los ojos aguados en una iglesia, pero esa vez, por frustración y tristeza. Había sido la última vez que abrazaba a un desconocido.
Volviendo al partido en Samara, después del gol solo quería que todo se acabara rápido, pues era obvio que íbamos ganando contra un equipo que, por suerte y por nuestra defensa, no nos había marcado antes. A mi alrededor todos estaban concentrados, algunos cantaban y otros solo padecían en silencio el sufrimiento y angustia que pocas cosas positivas como el fútbol producen.
Es difícil comprender lo que ocurre en un mundial, y en general en este deporte. Los fieles van a disfrutar, pero lo padecen. Hay rituales como hacer silencio en el himno contrario y cantar el nuestro como si fuéramos a una batalla, echarle uno que otro piropo inapropiado al árbitro, hacer fuerza por el más débil, gritar, llorar, reír. A eso van algunos cada cuatro años a estadios lejanos, y dos domingos al mes, al de sus propias ciudades.

Es difícil comprender lo que ocurre en un mundial, y en general en este deporte. Los fieles van a disfrutar, pero lo padecen.

Con la religión pasa algo similar. Esta, como el fútbol, también fue creada por el hombre para llenar vacíos (no es una afirmación atea. Creo firmemente en Dios, pero su religión tiene más de humano que de divino, aunque no parezca).
Son dos rituales hermosos para los que creen en Dios y para los que aman el fútbol, deporte inventado en Inglaterra y perfeccionado en Sudamérica por manos y pies más humanos que divinos, aunque no parezca.
A la iglesia también se va con fervor. Algunos permanecen de pie, otros sentados o de rodillas. Hay plegarias, cánticos y alabanzas, y algunas veces sale uno que otro pensamiento inapropiado de reclamo contra un santo o un dios.
Dos creaciones que unen a personas de diferentes ideologías, estratos, procedencias, gustos sexuales o políticos. En la iglesia o en el estadio, no importa si el vecino con el que se dan la mano en señal de paz o con el que se abrazan para celebrar un gol votó por Duque, Petro o Fajardo. Lo único importante es que comparten con ellos algo importante.
La gran película ‘El secreto de sus ojos’, de Juan José Campanella, lo explica en voz de un argentino bonachón: un hombre puede hacer cualquier cosa para ser distinto, pero hay una cosa que no puede cambiar. “Ni él, ni vos, ni yo, nadie. El tipo puede cambiar de todo, de cara, de casa, de familia, de novia, pero hay una cosa que no puede cambiar. ¡No puede cambiar de pasión!”, dice.
Pero para algunos, la religión y el fútbol no son más que factores de esclavitud. Nietzsche decía que los hombres somos camellos que cargamos a cuestas el peso de la pérdida de individualidad y la creatividad, que no somos más que seres inferiores sometidos a ideologías innecesarias que corrompen la voluntad. Y en esta crítica entra perfectamente la cruz y el balón.
A pesar de ser conscientes de esa crítica, muchos preferimos seguir creyendo a hundirnos en pensamientos filosóficos. Es una decisión que todos deben tomar en algún momento. Lo importante es que la pasión se controle para unir personas, porque de forma increíble también las elimina: las matanzas del Estado Islámico, la segunda guerra civil sudanesa, la rebelión Taiping, los sacrificios humanos aztecas, las cruzadas y cientos de guerras más fueron provocadas en nombre de un dios. Las muertes en nombre del fútbol son menos masivas, pero en Colombia las hemos vivido todos los años.
Tolerancia sería la palabra perfecta para definir lo que necesita acompañar cada una de nuestras pasiones (incluyendo la política, que últimamente ha marcado todas las discusiones públicas).
Algo tan personal y tan bonito como la pasión por una religión o un equipo no puede causar daño, más allá del provocado cuando imaginamos a un mártir religioso sufriendo o cuando perdemos un partido en un mundial por penaltis de forma injusta.
ALEJANDRO RIVEROS
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