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Reescribir el futuro

El pasado no lo vamos a cambiar, pero sí podemos torcerle el brazo al pesimismo.

Un texto reciente de Martin Seligman, un investigador de la Universidad de Pennsylvania a quien se lo conoce como el padre de la psicología positiva, me ha parecido muy revelador. Es un ensayo corto –basado en décadas de estudios– según el cual entre las cosas que separan a los humanos de los animales está algo que la comunidad científica no ha estudiado lo suficiente: nuestra capacidad de contemplar el futuro. De acuerdo con Seligman y otros de sus colegas, existe la percepción de que los individuos gastamos enormes cantidades de tiempo pensando y lidiando con el pasado. Pero lo que la ciencia está descubriendo es que en realidad pasamos mucho tiempo pensando en el futuro y, específicamente, imaginándonos el futuro.
La parte que me pareció más intrigante de la propuesta de Seligman, que está dirigida a otros psicólogos pero también a gobiernos y a diseñadores de políticas públicas, es que hay que mirar menos el pasado de las personas y enfocarse más en la visión distorsionada que algunas, o muchas de ellas, tienen de su propio futuro.
Quienes han sufrido traumas, escribe Seligman, tienen una perspectiva desalentadora del futuro, y esa perspectiva es la causa de sus problemas, no los traumas que sufrieron. En otras palabras, quienes se imaginan un futuro con muchos riesgos y pocos escenarios positivos son propensos a la ansiedad, y no al contrario, como normalmente se piensa. Lo genial de esta teoría es que significa que uno puede intervenir en el futuro, en lugar de seguir atribuyéndoles al pasado y al presente, sobre los cuales uno no tiene ningún control, un poder desmesurado.

Lo que la ciencia está descubriendo es que en realidad pasamos mucho tiempo pensando en el futuro y, específicamente, imaginándonos el futuro

Aquí me voy a permitir una nota personal que explica seguramente por qué la teoría de Martin Seligman me parece válida e importante a nivel individual y especialmente a nivel colectivo. Yo perdí a mi madre cuando era niña, y no puedo decir que ese episodio haya determinado mi futuro, por más traumático que haya sido. Lo que sí me creó fue un reflejo involuntario, un sesgo pesimista y a menudo risible que hace que cuando contemplo el futuro no vea el horizonte soleado y prometedor, sino los negros nubarrones que amenazan convertirse en terrible tormenta. Una gran amiga lo define como la capacidad infalible de encontrar el punto negro en la sábana blanca. El problema no es el pasado. El problema es la incapacidad de imaginarse un futuro mejor.
Ahora bien, ¿es posible que ese fenómeno que aqueja a individuos que han pasado por experiencias dolorosas se extienda a toda una sociedad o a todo un país? Francamente, no veo por qué no sería así.
Más de cinco décadas de trauma han dejado en Colombia no apenas cicatrices, sino heridas que siguen abiertas. Recuperar la memoria, procesar lo ocurrido, encontrar justicia y reparación son todos aspectos importantes para avanzar. Pero ¿acaso esa idea de futuro catastrófico que se percibe en el ánimo colectivo y que amenaza con arreciar a medida que se calienta la campaña presidencial no es justamente eso: una idea producto de nuestra incapacidad de imaginarnos un futuro mejor?
El pasado no lo vamos a cambiar, pero sí podemos torcerle el brazo al pesimismo, admitiendo que existe un sesgo que casi con seguridad distorsiona lo que vemos por delante. Se trata de reescribir el futuro, haciendo que nuestra imaginación colectiva que hoy está poblada de peligros también les abra espacio a los escenarios positivos.
Como a cualquier investigador, a Martin Seligman le han salido contradictores que ponen en duda sus hallazgos y los tildan de autoayuda. Aunque así fuera, en todo caso me parece que es el tipo de ayuda que estamos necesitando.
ADRIANA LA ROTTA
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