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Hablemos de palabras

A mí me intrigó oír a Lyons describir un esquema de corrupción como pocos se han visto en Colombia.

Fascinante el monólogo... digo, la entrevista en la que el exgobernador de Córdoba Alejandro Lyons habló de sus fechorías esta semana, en La W. Fascinante no por la intensidad del debate, ya que los periodistas le lanzaron a Lyons una bola tras otra y ni un solo strike, sino por la forma persistente como Lyons entretejió alusiones a la honestidad y la sinceridad en la enredada crónica de cómo él y otros que forman parte de su entramado criminal se robaron a Córdoba.
Lyons está acusado por la Fiscalía de haberse apropiado de más de 80.000 millones de pesos en los esquemas conocidos como el ‘cartel de la hemofilia’ y el ‘cartel de las regalías’ y se encuentra en Miami, actuando como el testigo principal del robo multimillonario.
Las palabras, como nos enseña el psicoanálisis, no son apenas palabras. Lo que se dice es importante, pero la forma como se dice evidencia algo que está oculto a simple vista.
A mí me intrigó –además de producirme una especie de estupor nauseabundo– oír durante una hora y media a Lyons describir un esquema de engaño y corrupción como pocos se han visto en Colombia, usando expresiones como “les soy honesto”, “en verdad” y “con mucha sinceridad”.

Demasiado tiempo hemos mantenido los colombianos la costumbre de repartir sin cuestionar títulos honoríficos que dignifican por parejo, sin importar la lógica o el mérito.

En uno de los apartes más insólitos de su charla con La W, Lyons pidió que la Fiscalía maneje su expediente con “toda la sinceridad del caso” y hasta reaccionó a una de las preguntas con un “la verdad, honestamente no sé”. Freud y Lacan que me ayuden a interpretar este discurso, pero que un consumado deshonesto hable con tanta insistencia de honestidad es un lapsus que resulta, por lo menos, intrigante.
Como constaté más tarde en redes sociales, a muchos otros colombianos también les irritó la entrevista, pero no fue por el repertorio lingüístico de Lyons, sino por el que usaron sus entrevistadores, que una y otra vez se dirigieron a él como “gobernador” (que ya no lo es), “señor” (que, según el diccionario, es una persona elegante, educada y de nobles sentimientos) y hasta como “doctor” (título que les corresponde a los médicos y a quienes han adelantado estudios de doctorado). También oí uno que otro “don” que me pareció –no se me ocurre cómo más decirlo– la tapa de la olla.
La queja de los oyentes, que comparto totalmente, no es un asunto apenas cosmético. Las palabras cuentan, y cuando un delincuente es elevado a la categoría de señor, de don o de doctor, se atenúa la sanción social y se tiende un manto de sospecha sobre el proceso que se le sigue. ¿Será que el “doctor” sí es tan malo como lo pintan?
Yo creo que en todo esto hay más de costumbre que de maldad y que nuestra proverbial y mundialmente conocida deferencia a quien representa autoridad –les recomiendo que lean el capítulo 7 del libro 'Outliers', de Malcolm Gladwell– juega un papel en esto. No de otra manera se explica que algunos periodistas sigan refiriéndose a Enilse López, condenada a 37 años de prisión por homicidio, como “la polémica empresaria”.
Demasiado tiempo hemos mantenido los colombianos la costumbre de repartir sin cuestionar títulos honoríficos que dignifican por parejo, sin importar la lógica o el mérito. Si queremos actualizar la realidad, tenemos que empezar por cambiar la forma como nos referimos a ella y dejar de llamar doctor a todo el que se pone una corbata y desterrar para siempre expresiones rancias y anticuadas como “las mejores familias” y “la gente de bien”.
Creo que entre las muchas brechas que hay que cerrar en Colombia para que seamos un país realmente moderno e inclusivo hay esta especie de brecha lingüística, y la forma de hacerlo es simple: llamar las cosas por su nombre.
ADRIANA LA ROTTA
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