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Elogio del padre y adiós a una época

Mi papá era de esos bogotanos que hablaba como si escribiera en voz alta.

Adriana La Rotta
Esta semana me despedí de mi padre, Alfonso La Rotta: extrovertido, cachaco y liberal hasta la médula. Junto con él también me despedí de un pedazo de la tradición y la historia colombiana del cual solo quedan borrosas fotos en blanco y negro.
Mi padre pertenecía a una generación de colombianos que salieron adelante y se hicieron una vida sin haber pisado no apenas la universidad, sino ni siquiera el bachillerato. Creció en una casa con paredes de adobe, piso de barro y ventanas sin vidrios, aledaña al caño por donde pasaban las aguas negras del hospital de los tuberculosos. Un verdadero autodidacta, aprendió a leer pidiéndole prestada a un vecino una enciclopedia que se leyó de la A hasta la Z.
Mi papá era de esos bogotanos que hablaban como si escribieran en voz alta, sacando con precisión las palabras de un repertorio gramatical que era totalmente improbable en alguien con dos años de educación formal. A mí, las palabras me cuestan. A él le salían ordenadas, sin dificultad. Yo converso. Mi padre departía. Jugaba al tejo en el Campo Villamil. Siempre preguntaba el apellido de las personas que conocía para saber de qué parte del país provenían.

Los años mozos de mi papá fueron una época de violencia, de gobiernos elitistas y de profunda desigualdad. Pero también fue una época en que la palabra valía más.

Su talento para la narración pobló mi infancia, pero, al mejor estilo garciamarquiano, lo de él no era la fantasía, sino la realidad. Una de mis historias favoritas tenía como protagonista a mi abuelo, un venezolano que en su juventud había vendido ultramarinos (¿alguien menor de 80 años sabe lo que es un ultramarino?) en la isla de Trinidad y que ya en Bogotá, a finales de la década de los 30, era administrador del legendario teatro Real.
Para ayudar a la promoción de la cinta 'Colmillo blanco', basada en la famosa novela de Jack London, a los dueños del teatro se les había ocurrido instalar en una jaula en el hall de entrada a un zorro de carne y hueso. Cuando concluyó la temporada de proyección, mi abuelo no tuvo corazón para abandonar al zorro. “El zorro dormía con nosotros en el rancho”, relataba mi papá. “Como hacía tanto frío, nos acostábamos a su lado y nos arropábamos con su piel”.
El registro que tengo de las memorias de mi padre está lleno de episodios como la tarde de abril de 1948 cuando se escapó de su casa en el barrio Veraguas para ver cómo la multitud enardecida por la muerte de Jorge Eliécer Gaitán incendiaba el centro de Bogotá. “Había llovido ese día y en lugar de agua, por las calles bajaban ríos de sangre”, contaba con voz grave.
El país apacible y pacato en el que mi padre había crecido empezaba a desaparecer, y las consecuencias trágicas de esa transformación eran conversación recurrente en la casa. La violencia sectaria y las atrocidades que formaban parte de la leyenda popular no eran temas aptos para menores. Pero la línea entre el bien y el mal era tan clara para él que la política era discutida en familia con frecuencia y solemnidad. Con la misma solemnidad que ameritaban los domingos de elecciones, cuando mi padre se ponía un buzo rojo y llevaba a sus hijos al puesto de votación para que aprendieran cómo se hacía la democracia.
No quiero caer en aquello de que todo tiempo pasado fue mejor. Los años mozos de mi papá fueron una época de violencia, de gobiernos elitistas y de profunda desigualdad. Pero también fue una época en que la palabra valía más, había orgullo en comportarse con dignidad y posiblemente la gente era feliz con mucho menos.
Gracias, papá. Me va a hacer mucha falta su presencia permanente, y también voy a extrañar ese trozo de historia que inevitablemente se fue con sumercé.
ADRIANA LA ROTTA
Adriana La Rotta
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