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El legado de Santos

A la hora de evaluar el gobierno Santos, las cifras cuentan apenas una parte de la historia.

En la edición que acaba de salir, la revista inglesa The Economist asegura que el presidente Juan Manuel Santos será recordado especialmente por haber puesto fin a la guerra de medio siglo con las Farc y, en el tiempo que ha pasado desde que se logró el cese del fuego, haber prevenido la muerte de 3.000 personas. La revista también señala las fallas del acuerdo, entre ellas haber creado un incentivo transitorio que es una de las razones detrás del preocupante aumento en los cultivos de coca.
Lo de The Economist no es un reporte –un survey, como lo llamarían ellos–, sino una columna editorial, y la opinión de quien la escribe es que el presidente Santos deja el país mejor de lo que lo encontró. Es verdad.
Las campañas electorales dan para todo, y durante la pasada campaña, la mitad del país salió a votar con la convicción de que, en los últimos ocho años, el país había sufrido un dramático retroceso. No lo hubo. Más bien hubo grandes avances en términos de pacificación, reducción de homicidios, disminución del desempleo, aumento de la oferta habitacional, protección del medioambiente y lucha contra la pobreza, para mencionar algunos de los más notables.
Al gobierno Santos le tocó capotear la crisis financiera y el desplome de los precios del petróleo, y, aun así, deja una economía en aceleración que, según el Fondo Monetario Internacional, debe crecer este año 2,7 por ciento y 3,6 por ciento en el 2019, el segundo mejor aumento del PIB en Latinoamérica después del de Perú, según los pronósticos del FMI para el próximo año.

Un país no es tan solo la suma de sus habitantes. Un país es un ideal. Es un proyecto que solo se arma si, a su manera, todo el mundo empuja hacia el mismo lugar.

Pero, a la hora de evaluar el gobierno Santos, las cifras cuentan apenas una parte de la historia. La otra, que fácilmente es silenciada por el coro de los catastrofistas de derecha y de izquierda, es el compromiso con la democracia que demostró no solo el Presidente, sino el extraordinario equipo de colombianos que lo acompañaron durante su gobierno. Un equipo cuyo espíritu de servicio público ha sido fuente de inspiración en lo personal y seguramente lo será para muchos jóvenes que aspiran a sucederlos algún día.
Me refiero a hombres como Humberto de la Calle, que rápidamente pasó la página de la derrota electoral y continúa activo, haciendo pedagogía y defendiendo en los escenarios políticos su legado –que es también el legado de esta generación a la siguiente–, el cual es la hoja de ruta para corregir la injusticia estructural que está en el origen de muchos de nuestros males.
Pienso también en el general Óscar Naranjo, que sigue incansable, librando batallas en los escenarios donde sea necesario, para preservar y ayudar a perfeccionar la democracia que con tanto esfuerzo hemos construido y que él, como pocos colombianos, ha defendido a riesgo de su propia vida.
O en Alejandro Gaviria, que trajo no solo método, sino una gran dosis de compasión y humanidad al manejo de la salud y se enfrentó a poderosos conglomerados económicos e ideológicos para ofrecerles a millones de colombianas y colombianos control sobre el manejo de su vida y también de su muerte.
Creo que, más allá de sus realizaciones concretas (y son muy concretas), el gobierno que termina introdujo un grado de civilidad, de debate científico y racional, de respeto por quien es diferente, de comprensión de la fragilidad del planeta que habitamos, que está muy por encima de lo que otros gobiernos contemporáneos y vecindarios ofrecen a sus ciudadanos. Creo que este gobierno, y no es el único en la historia de Colombia, se ha tratado no simplemente de lo que somos, sino de lo que podemos ser.
Un país no es tan solo la suma de sus habitantes. Un país es un ideal. Es un proyecto que solo se arma si, a su manera, todo el mundo empuja hacia el mismo lugar. Aquí es donde estamos.
ADRIANA LA ROTTA
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