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Nosotros y el fútbol

El fútbol ha sido el gran tema de mi vida, pero lo estoy dejando.

Cada vez que juega la selección es lo mismo: las notas con hinchas llenan la sección de deportes de los noticieros. ‘Notas de color’, las llaman. Yo admiro a los periodistas que las hacen, tanta paciencia para soportar un grupo de personas que saltan mientras gritan incoherencias. Y aunque el hincha de fútbol constituye un buen retrato de la idiotez humana, se queda corto si lo comparamos con el futbolista aficionado. Años de jugar fútbol amateur me enseñaron que por mucho que me esforzara, nunca iba a llegar a profesional, pero también, que a través del juego se puede entender a Colombia.
De entrada, aprendí que muchos males de nuestro país nacen en la clase alta. Mientras más arriba el estrato, más tramposo el jugador. Quiere todo para él, no pierde una; y cuando la pierde, se queja hasta el hartazgo. Y aunque los de estratos bajos no sean un modelo para seguir, son menos ventajosos, se apegan más a las reglas (la ley es para los de ruana). Eso sí, son más resentidos. Tal cual, Colombia: el rico voltea el sistema a su favor y el pobre sufre las consecuencias, por eso reacciona con violencia.
Gracias al fútbol entendí que los colombianos no tenemos palabra. Decimos que vamos a un partido y luego no aparecemos, dejando colgado al equipo. También somos impuntuales: un partido programado para las dos de la tarde nunca empieza a las dos de la tarde, y para justificar la tardanza siempre está el tráfico, el clima o el irrefutable argumento de los hijos. Varios compañeros y rivales han sacado la carta del hijo cuando se retrasan, y no hay nada que se les pueda decir al respecto. Toca creerles, aunque siempre queda un manto de duda.

La honradez escasea en las canchas y además deja en evidencia otro pecado: nos encanta ser juez y parte de las cosas.

En las recochas, por otro lado, nadie quiere ‘arquear’, y todos gritan ‘tapo de último’, como si siguiéramos en primaria, lo que quiere decir que además de inmaduros, nos gusta evadir responsabilidades. Y hablando de responsabilidades, la culpa de que nos hagan un gol nunca es propia, siempre del otro. Y además, somos susceptibles, nos ofendemos fácil si nos hablan duro. Nos llaman la atención por un asunto meramente futbolístico y lo tomamos como algo personal, asumiéndolo no como un llamado de atención, sino como que el otro nos odia. Pasa también en las empresas. “Mi jefe me odia”, oímos todo el tiempo.
También en esas recochas, cuando no hay árbitro toca apelar a la honestidad del jugador para que reconozca si hizo falta, si la pelota se fue, si la tocó con la mano. La honradez escasea en las canchas y además deja en evidencia otro pecado: nos encanta ser juez y parte de las cosas. Juez para fallar a nuestro favor, se entiende. Las personas más rectas que he visto en una cancha de fútbol son extranjeras: ingleses, alemanes, estadounidenses. Olvídese de los argentinos, son peores que nosotros.
Con ver la pinta con que llega la gente a jugar, se deduce que nos encanta lo ilegal. Muchas de las camisetas son de equipos famosos, pero chiviadas, que además son más baratas. Entonces también somos pobres, o tacaños, según el personaje. Y ni hablar del tercer tiempo, que dura más que el mismo partido y donde sobra el alcohol, lo que revela que nos gusta el trago más que la comida y que cualquier excusa es válida para emborracharse y no llegar a la casa.
El fútbol ha sido el gran tema de mi vida, pero lo estoy dejando. Me parece un deporte violento que aunque le suma cosas a la sociedad, le quita muchas más. El fútbol es la guerra de nuestros días, una manera civilizada (no siempre) de agredirse entre bandos. El ciclismo es ahora lo mío. Lo practico porque, aunque peligroso, vivo de paseo y no compito contra nadie, solo conmigo. Por eso, y para que nadie me diga que no puedo hablar de Nairo Quintana si nunca me he subido a una bicicleta, expresión tan absurda que parece inventada por un hincha de fútbol.
ADOLFO ZABLEH
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