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20 años después

Ortega Lara pasó 532 días bajo tierra, secuestrado por Eta, que decidió dejarlo morir de hambre.

Este 1º. de julio se cumplieron 20 años del secuestro por Eta, en España, del funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara, un caso que tuvo resonancia mundial. Lo que vivió fue un largo y penoso calvario.
Nunca una palabra más alta que la otra. Nunca una búsqueda de protagonismo alguno; al contrario, lecciones de humanidad, de humildad, de sencillez, a borbotones. Lo querían enterrar en vida; de hecho, durante 532 días lo hicieron. Con sus 531 noches, la hidra asesina, Eta, y sus alimañas querían cobrar su tributo de sangre, de presión, de extorsión. Ellos siempre fueron unos cobardes. Los del tiro en la nuca, los del coche bomba, los que querían redimir una patria ensoñada a base de sangre, violencia, miedo, terror y socialización del sufrimiento. La vesania de la dictadura de las pistolas, la locura embriaga de un nacionalismo asfixiante.
531 noches, en silencio, oscuridad, claustrofobia impenitente en escasos metros cuadrados, donde el tiempo se detiene atrapado en una atmósfera plúmbea y húmeda. Solo hay pensamiento, pensamiento con uno mismo, abandonado. Solo él frente a sí mismo, consigo mismo, incluso contra sí mismo. Allí, la mente vuela, la razón se nubla, los pensamientos se contradicen, hay miedo al alba si llega sin rayos de luz ni de sol, y sin esperanza.
Sí, han pasado 20 años, de golpe una eternidad, pero él está con nosotros, no así más de 835 víctimas mortales. En unos días, otras dos décadas de aquel éxito de las fuerzas de seguridad, el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco.
Ortega fue y es un símbolo y ejemplo. Un ser humano, ni más ni menos. Un testimonio que todavía, veinte años después, nos atraviesa, nos hiere en el recuerdo de la inhumanidad y la locura de unos terroristas que asesinaron inmisericordemente a cientos y cientos de personas. Secuestraron, extorsionaron, amedrentaron a toda una sociedad, que miró espléndidamente hacia otro lado en alguna parte. Y que hoy olvida, que quiere hacerlo aunque no lo necesite. No somos mejores con ellos, al contrario.
José Antonio Ortega Lara estuvo secuestrado y condenado a una ejecución segura 532 días. Año y medio, hasta cuando la Guardia Civil lo halló. Habían decidido dejarlo abandonado en su zulo, en la profundidad de una ballena sin memoria para morir de inanición. Hace dos años nos regaló su testimonio de esa etapa en una extraordinaria entrevista que un medio acababa de publicar. Se rebeló en su interior frente a Dios, nos reveló y habló incluso de suicidio, de cómo sobrevivió pensando en su mujer y su hijo, en el método salesiano, en cómo introducía papelitos en sus fosas nasales para que un forense inteligente supiese, en su momento, donde estaría ese zulo y que no sirviese para otro secuestro, pues él creía por momentos que moriría allí.
Pocos hombres son capaces de mostrar la dignidad y el coraje, y la profunda humanidad que atesora y nos regala Ortega Lara. Que nadie lo manipule, que nadie se irrogue lo que él solo puede hacer, que nadie vitupere ni mancille su nombre, aunque haya decidido, así fuese sin fortuna, bajar al ruedo.
Tesón, fuerza, rigor, método, humanidad, valentía, coraje, valor y ansia de vivir y de ser libre. Ese es el ejemplo de Ortega Lara, al lado de una discreción y honradez extraordinarias. Conviene no olvidarlo nunca. Sin hacer ruido, sin levantar la voz ni acaparar ningún titular. Un hombre al que le robaron su libertad y un trozo de vida junto a los suyos, a quien unos miserables quisieron arrodillar y, con él, al Estado; privarle de los sentidos, de lo más sagrado, la vida. Él los venció, las alimañas ya no están, fueron derrotadas.
ABEL VEIGA COPO
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