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Europa

Rusia y la revolución bolchevique: una historia llena de paradojas

El zar Nicolás II de Rusia y su familia, ejecutados después del triunfo de la revolución.

El zar Nicolás II de Rusia y su familia, ejecutados después del triunfo de la revolución.

Foto:AFP

Cien años que dan lecciones sobre un capítulo que contribuyó a moldear una de las grandes potencias.

La revolución rusa podría ser analizada como un episodio dentro de la historia de un pueblo. Eso pensaron los mismos rusos cuando presenciaron esos hechos, que alteraron la lógica que dirigía a ese imperio desde 1721 con el zar Pedro I. Sin embargo, más allá de ese hecho, la revolución produjo consecuencias en la sociedad internacional, alterando la economía, la cultura y la manera de concebir el Estado moderno.
Rusia fue eje central en la política europea durante los siglos XVIII y XIX bajo los liderazgos de varios zares, en especial Catalina II y su hijo Alejandro I. Este gran imperio tuvo que hacerle frente a Napoleón durante la invasión francesa, que marcó el fin del dominio galo en Europa. A partir de ese momento, los rusos jugaron un papel relevante en su reordenamiento y en la estructuración del equilibrio del poder que se estableció en el Congreso de Viena en 1815.
Es en ese nuevo periodo, con el triunfo del pueblo ruso sobre Francia, como se empieza a forjar la idea de un orgullo nacional que se materializa a través de la lengua rusa. Basta recordar que el idioma hablado por parte de la monarquía zarista hasta el siglo XVIII era el francés y al pueblo se le relegaba el idioma ruso, que no era otra cosa que un elemento distintivo de los siervos. Es muy notoria la mención realizada por León Tolstói en su novela Guerra y paz cuando la bella y noble Natacha Rostov y su hermano son invitados a compartir una velada con una familia de campesinos rusos. El impacto fue evidente. Natacha, al escuchar una balalaika –danza popular– se emociona. Fue el encuentro de dos mundos. No es anecdótico que el profesor británico y escritor de historia rusa Orlando Figes llame a una de los mejores historias culturales de ese país “el baile de Natacha”.
Con las grandes reformas de 1860 –liberación de más de 20 millones de siervos y la movilización de la población rural hacia las ciudades– se generan diversos movimientos sociales, que acompañan el surgimiento de una pléyade de escritores y poetas como Dostoievski, Chéjov, Pushkin, Turgeniev, Gorki y el gran maestro Tolstói. Estas voces le permiten al pueblo apropiarse de discursos, produciendo un levantamiento revolucionario universitario en 1899 contra la dinastía Romanov que fue contenido por el imperio.

Entre 1905 y 1917

El domingo 9 de enero de 1905, miles de trabajadores se dirigieron al Palacio Real para presentar sus reclamos por las difíciles condiciones de vida que sufrían. La respuesta fue dura y contundente: fuego de la policía del régimen contra la población. Diez meses después, el 17 de octubre, el zar cede y firma un manifiesto por el cual se le garantizan al pueblo ciertos derechos fundamentales como la libertad de expresión y la libertad de asociación, y se crea el órgano legislativo en el país (duma). Su debilidad era evidente, teniendo en cuenta que su país había sido derrotado por Japón en 1905.
Uno de los actos más emblemáticos de ese tiempo se presentó, nos lo recuerda Solomon Volkov en su libro 'El coro mágico', cuando en el último acto de la pieza de teatro 'Los hijos del Sol', de Gorki, se desarrolla una revuelta y, en medio de esto, se produce un disparo de utilería que asesina al protagonista de la historia. El director de la obra, Stanislavski, no previó la reacción de los asistentes. Se pensó entre el público que la detonación había sido real y que la verdadera policía había ingresado al teatro. Con esas ideas, los asistentes se levantaron e intentaron proteger a los actores. La crispación estaba a flor de piel.
Años después, Rusia entra en la Primera Guerra Mundial, generando en la población no solo pobreza y dolor, sino una resistencia que recoge lo ocurrido en 1899 y 1905. En febrero de 1917 se presentan amotinamientos en varias ciudades rusas, como acaeció con los eventos anteriores; la policía intervino, pero el daño estaba hecho. El zar Alejandro II pretendió abdicar en su hijo, quien no aceptó el encargo, y el gobierno imperial quedó en manos de un consejo provisional compuesto por una coalición de liberales y socialistas moderados.
La inconformidad creció, y no se visualizó la realización de una asamblea nacional constituyente que planteara las reformas para sacar al país del marasmo en el que se encontraba. A mediados de septiembre se cambia el gobierno por el los sóviets, quienes adelantan una reforma agraria y preparan la llegada de los bolcheviques, principiando la Revolución de octubre en cabeza de Vladimir Lenin y León Trotski. Este hecho histórico altera el devenir ruso y matiza ideológicamente el siglo XX.
Con la llegada de los comunistas al poder se firma el Tratado Brest- Litovsk, que deja de lado la lucha rusa en la guerra y se procede a organizar el país y a producir una alteración de un modelo que había imperado en los últimos tres siglos. Fue la muerte de la dinastía Romanov, pero no el fin del Imperio ruso, que aún pervive.

Consecuencias

La revolución bolchevique dejó varias consecuencias políticas y económicas tanto en Rusia y lo que se denominará Unión Soviética como en el mundo. El levantamiento ruso no tuvo solo impactos locales, sino que llevó a amplificar las tensiones internas a una escala global. La primera de ellas es que marcó una corriente de pensamiento económico marxista-leninista en el cual los medios de producción son del Estado, llevando a una nacionalización total de las actividades. La manera de proteger ese tipo de Estado se centra en la construcción de un partido político único.
Un segundo aspecto tiene que ver con la ruptura de ataduras nacionalistas. Los soviéticos globalizaron el modelo comunista sin caer en lógicas aislacionistas, lo cual condujo a que se establecieran dos modelos de Estado que terminaron marcando el mundo hasta 1989 –caída del muro de Berlín–. Por un lado, el eje capitalista y, por el otro, un comunismo centrado en un Estado omnipresente. La Guerra Fría, luego del fin de la II Guerra Mundial, testimonia esa yuxtaposición.
Un tercer punto es que, paradójicamente, las mujeres tuvieron un primer reconocimiento de sus derechos en el mundo comunista por la necesidad de igualar las cargas laborales y la construcción de un régimen forjado para los trabajadores. No es poca cosa que las mujeres comenzaran a participar con presteza en la carrera espacial y obtuvieran lugares destacados en las ciencias puras y las universidades.
Casi 40 años después, las mujeres accedieron a esos mismos derechos en el mundo occidental. Estos avances concibieron crecientes mejoras en el modelo económico, que se vinieron al traste con el giro ideológico y político mostrado por Stalin y sus corifeos, que enterraron un modelo que, poco a poco, entró en un proceso de desgaste que llevó a Gorbachov, en la década de los ochenta del siglo XX, a abolir la cortina de hierro, introduciendo reformas del sistema soviético como el glásnost –apertura– y la perestroika –reestructuración–.
Por último, se replantea la Revolución industrial, que hasta ese momento era el pilar esencial del desarrollo de la economía y ya había sido atacado teóricamente a través de los socialistas utópicos y los anarquistas, quienes reclamaban un fortalecimiento del Estado. De esas discusiones, somos deudores del Estado de bienestar y del Estado social de derecho.

Presente imperial

La Rusia actual no se entiende solamente leyendo los libros o imaginando los
procesos. Es necesario caminarla y sentirla. Rusia siguió siendo imperial, lo cual demuestra que la revolución no alteró del todo el statu quo que los zares mantuvieron durante siglos. Pensar la Rusia de hoy desde el capitalismo o la Unión Soviética del ayer dentro de un comunismo ateo es de una torpeza sin igual. La vida de Moscú, San Petersburgo y otras ciudades de ese territorio es el espejo de un pasado grandilocuente, lleno de aires de grandeza estalinistas y de excesos capitalistas dentro de una estructura imperial.
La avenida Nevski, corazón de San Petersburgo, o la Plaza Roja (Krasnaia Ploshad) ya no son lugares emblemáticos de una Rusia revolucionaria, sino la síntesis de una revolución que muestra la catedral de San Basilio, de la Sangre Derramada, el Kremlin y las impresionantes catedrales ortodoxas con la fastuosidad de la galería GUM en el centro de la Plaza Roja, en la cual se encuentran las más caras marcas comerciales frente a la mirada reticente del cadáver de Lenin. Es un mundo de contrastes.
En fin, la revolución bolchevique, más allá de explicarse a través de un prisma ideológico marxista, debe ser vista como la forma de empezar un siglo que marcó la ruta entre el comunismo y el capitalismo y en el cual la guerra y la paz terminaron siendo las protagonistas de una historia que no podemos esquilmar.
FRANCISCO BARBOSA
* Ph. D. en Derecho Público, Universidad de Nantes (Francia)
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