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EEUU

La verdad, ¿un acto de fe?

"La gente que apoya a Trump es consciente de que él dice cosas que no son verdad", ha admitido Whit Ayres, uno de los estrategas de su campaña.

"La gente que apoya a Trump es consciente de que él dice cosas que no son verdad", ha admitido Whit Ayres, uno de los estrategas de su campaña.

Foto:Mark Ralston / AFP

La verdad que ofrece Donald Trump no tiene una raíz intelectual, sino estratégica.

Tras la posesión de Donald Trump y en la mitad de una agria disputa con los medios acerca del número de asistentes a la ceremonia en Washington, el secretario de prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer, se permitió una verdadera píldora de sabiduría: “Podemos no estar de acuerdo con los hechos”.
Poco después, Kellyanne Conway, la jefa de campaña y tal vez más cercana consejera de Trump, en una entrevista ofrecida a Chuck Todd, de la cadena NBC, en la que defendió a Spicer de las “melodramáticas” reacciones de la opinión pública, puso la cereza en el pastel: “Él (Spicer) solamente está ofreciendo hechos alternativos”. A lo que Todd respondió: “Los hechos alternativos no son hechos. Son falsedades”.
Este tipo de incidentes son síntoma de un cambio cultural. La nueva tendencia ostenta un nombre que se ha transformado en una de las palabras más usadas en el último año: la ‘posverdad’. Algunos de sus más recientes síntomas han sido la campaña a favor del ‘brexit’, la elección de Trump y la estrategia del gerente de la campaña por el ‘No’ en el último plebiscito colombiano.
Sus responsables son los que se ocupan de lo que podríamos llamar el “mercadeo político”, y su característica fundamental es abandonar cualquier escrúpulo con respecto a los hechos o a la opinión informada para promover, en cambio, una reacción emocional en una audiencia atrapada por las redes sociales. (Además: Noticias falsas y libertad de expresión / Opinión)
Enfrentado con una opinión pública cada vez más apática, el estratega político ha decidido educarnos según un nuevo credo –del cual Spicer y Conway son estrictos practicantes, y su jefe político es el gran sacerdote–. Whit Ayres, estratega de la campaña republicana del año pasado, nos ha dado una síntesis espléndida de tales habilidades: “No den por sentado que la gente que apoya a Trump cree todo lo que él dice. Esas personas son conscientes de que él dice cosas que no son verdad. Pero su deseo de cambio es tan grande que están dispuestos a aceptarlo para darle una nueva dirección al país”.
Interrogado sobre la magnitud de su fortuna, Trump mismo ha sostenido que este es un hecho que “depende de sus sentimientos”. Sus asesores sostienen, emocionados, que el nuevo presidente de los Estados Unidos tiene la condición inigualable de identificar lo que él siente que es verdad con lo que resulta ser verdad.
Agobiados por la omnipresencia de la posverdad, algunos pensadores se han propuesto desentrañar sus orígenes intelectuales. El filósofo británico A. C. Grayling no duda en acusar al relativismo y al posmodernismo de haberla engendrado.
Pero esta acusación parece a todas luces infundada. Quien se haya trenzado mínimamente en discusiones que involucren alguna variedad de relativismo o alguna forma de pensamiento posmoderno se sentirá completamente desconcertado por los hechos alternativos o por el increíble don de sentir que lo que uno cree es la verdad. Y el nuevo presidente tiene la tendencia a sentir que lo que él cree es verdad.
En primer lugar, ni las discusiones sobre el carácter relativo de la verdad ni las teorías propias de la “posmodernidad” son asuntos que ocupen o lleguen a un público masivo. Ese debate filosófico no tiene el alcance, la difusión ni la posibilidad de repetición de las declaraciones de Trump, Spicer o Conway. ( Lea también: Noticias falsas: ¿por qué las mentiras se vuelven éxitos virales?)
La era de la posverdad es el virus de una cultura de masas que tiene a las redes sociales como caldo de cultivo. La epidemia se produce por iteración: una opinión reproducida miles o tal vez millones de veces se transforma en algo tan satisfactorio como un hecho. La posverdad depende de la repetición en un nivel nunca alcanzado por un debate académico, como el del relativismo y el posmodernismo.
En segundo lugar, decir que la verdad es relativa o que la verdad es un concepto sospechoso requiere tener un objetor en mente. El relativista o el pensador tachado de posmoderno busca un debate, quiere enfrentarse con otro, necesita a alguien que sostenga una tesis sustantiva con respecto a la verdad. Quiere derrotarlo en ese campo. El estratega político de la posverdad quiere enseñarnos a vivir sin verdad y sin hechos; es decir, a vivir sin objetores genuinos.
Spicer no sostiene que podamos estar en desacuerdo sobre los hechos, sino con ellos, como si nos trenzáramos en una lucha a brazo partido contra los hechos mismos. Conway piensa en ellos como algo que escogemos en un supermercado: Spicer nos ofrece unos, otro vendedor nos ofrece otros, y los consumidores de hechos elegimos la mejor oferta.
Pero no podemos escoger los hechos, porque no hacen parte de lo que decidimos consumir. Y esa es la tercera razón por la que no concuerdo con el origen que Grayling le atribuye a la posverdad. No hay una especie de profundidad intelectual en Trump, Spicer o Conway que los demás mortales no hayamos entendido.
Hay, por el contrario, la simplicidad, la increíble tontería de seres fatuos en una sociedad de consumo cuyo sistema político los ha encumbrado a un nivel que tal vez jamás han merecido.
Mercado de hechos
La posverdad ha llevado la libertad de consumo a un nuevo nivel: el de los hechos. Pero también nos ha mostrado por qué es imprescindible resistirse a hacer uso de esta nueva modalidad. El consumo de hechos a voluntad es peligroso para la salud mental, social y política del consumidor. No se aconseja ni siquiera bajo su propia responsabilidad. Tiene la desventaja de destruir el bien de consumo.
Una vez decidimos que estos hechos que nos ofrecen son los que vamos a consumir, resulta que no son hechos genuinos sino burdas falsificaciones. Siempre que queremos escoger un ejemplar a nuestro gusto, resulta que ya no es un ejemplar sino una grotesca imitación.
Tal vez sea más adecuado considerar la posverdad como una tendencia iterativa y de masas, que aborrece el debate y lo transforma en una variedad de consumo caracterizada por su vacuidad y naturaleza engañosa. No debemos cometer el error de buscar una raíz intelectual en ella.
Pero eso no impide que le opongamos resistencia en el nivel correcto: en el de la estrategia política. La era de la posverdad, por una ley de opuestos, coincide con la época de multitudinarias manifestaciones, esas que Trump no cree verdaderas. Esas que a la vez él niega y lo sorprenden, las mismas que lo llevaron a decir: “¡Vi las protestas ayer, pero tuve la impresión de que acabamos de tener una elección! ¿Por qué esta gente no votó?”. Y tal vez en eso y solo en eso podamos él y yo estar de acuerdo.
TOMÁS BARRERO GUZMÁN*
Razón Pública
* Profesor asociado del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes.
Razón Pública es un ‘think tank’ sin ánimo de lucro que pretende que los mejores analistas tengan más incidencia en la toma de decisiones en Colombia.
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